Simposio INTERNACIONAL “LA objeción de conciencia en México y en el mundo”

la iglesia católica y la objeción de conciencia ·

 

José T. Martín de Agar

Prof. ordinario de Derecho Eclesiástico del Estado

Pontificio Ateneo della Santa Croce - Roma

 

La objeción de conciencia se presenta a nosotros, antes que nada, como lo que es: un fenómeno conflictivo; una realidad problemática, relativamente nueva que pide respuestas de diverso orden: ético, político, jurídico... Pero hay que constatar que a medida que ha ido adquiriendo carta de naturaleza y poniéndose de moda (me refiero sobre todo a la objeción al servicio militar), también se ha ido juridificando y, en cierta medida, instrumentalizando desde el punto de vista político, hasta servir con frecuencia de medio para la reivindicación, la propaganda o la protesta. Ha perdido en parte, la objeción, aquel halo romántico que tuvo hasta la guerra del Vietnam, como lo han perdido también las luchas sindicales o las marchas por los derechos humanos: la socialización y masificación de cualquier fenómeno tienden a hacerlo banal.

En esencia, sin embargo, sigue siendo teóricamente la misma: el dramático conflicto, subjetivamente insoluble, entre un mandato legal y una norma ética que prohibe su cumplimiento[1]. Es en esta perspectiva, que llama en causa la conciencia moral de la persona y no simplemente sus puntos de vista, en la que quieren moverse mis reflexiones.

Desde esta visual se puede decir que los conflictos ley-conciencia son tan antiguos como el hombre, pues éste no puede inhibirse de juzgar si obrando conforme a una cierta ley humana hace bien o mal[2]. El dramatismo de este tipo de dilemas ha inspirado la literatura de todos los tiempos[3] y en la Biblia se podrían multiplicar las citas de pasajes en que alguien prefiere sufrir incluso la muerte, por desobedecer las órdenes de la autoridad, antes que vulnerar la ley de Dios[4].

En esta serie de ejemplos habría que incluir a tantos mártires (antiguos y recientes) que prefirieron morir antes que renegar la fe, sacrificar a los ídolos u ofrecer incienso en sus altares.

Una realidad esta de los mártires que nos introduce de lleno en el tema específico de esta ponencia.

El cristianismo y la objeción de conciencia

Por de pronto puede decirse que la Iglesia está estrechamente ligada con la objeción de conciencia moderna, en cuanto ésta surge con la evolución político-cultural de la sociedad de matriz cristiana, evolución de la que, de algún modo, la objeción de conciencia representa una insigne paradoja[5].

En efecto, el cristianismo introduce en la historia un elemento de tensión precisamente por la importancia que atribuye a la conciencia personal. Mientras los pueblos antiguos (incluido el hebreo) vivían un religiosidad nacional, pertenecer a un pueblo implicaba tener su religión, la cual determinaba asimismo los usos civiles; abrazar la fe cristiana, en cambio, fue desde el principio un acto de adhesión personal, independiente del contexto social en el que se produce.

En el Antiguo Testamento los conflictos de conciencia tienen lugar entre judíos observantes y dominadores extranjeros que imponen leyes inicuas, contrarias a la Ley. Tras la venida de Jesucristo, la Iglesia es el Pueblo de Dios que abarca gentes de todas las naciones pero no se identifica con ninguna de ellas[6]. La religión cristiana predica la distinción entre pertenencia religiosa y pertenencia política y entre los órdenes socio-jurídicos que cada una de ellas sustancian (la Iglesia y la sociedad civil).

Desde el comienzo de la predicación apostólica los cristianos han tenido claros los principios y criterios doctrinales de su relación con el mundo secular, que se pueden sintetizar en bien conocidos textos del Nuevo Testamento.

En la respuesta de Jesucristo, “Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”[7], la Iglesia, más allá del contexto en que Él la pronuncia, ha reconocido la distinción entre deberes religiosos y deberes políticos.

Distinción que no es separar, ni enfrentar, ni confundir, porque la Iglesia también conoce que una y única es la fuente de toda autoridad, por tanto, no tiene porqué haber contradicción entre ambos deberes: cumplir la voluntad de Dios incluye asimismo obedecer al César en todo lo que a él toca ordenar (la vida civil): son conocidas las frases de Pedro y de Pablo que enseñan a los primeros cristianos el deber moral de acatar los legítimos mandatos de la autoridad civil. Esta ha sido la constante doctrina de la Iglesia[8].

Por lo demás, el desarrollo teológico de esta doctrina apostólica concuerda en que las leyes y usos civiles se presumen justos mientras no conste claramente lo contrario, y aun en el caso de que no lo fueren, puede haber obligación de seguirlos al fin de evitar males mayores, con tal que no se opongan a lo que Dios manda, de que no impongan algo en sí mismo inmoral. Sólo en este caso los cristianos han tenido también siempre claro el criterio de comportamiento (nunca fácil de vivir) sentado por Pedro y los demás Apóstoles ante el Sanedrín: “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Act 5, 29, cf. ibid. 4, 19).

El conflicto de conciencia que da lugar a la objeción se plantea no ante una ley que simplemente se considera injusta, sino ante un precepto que impone cometer la injusticia.

Sobre estas bases ha afrontado el cristianismo los diversos supuestos de colisión entre mandatos divinos y ley humana, conflictos que, aparte las repercusiones institucionales, se verifican en el delicado ámbito de la conciencia de los fieles.

Presupuestos de la objeción de conciencia

En la  medida en que el dualismo cristiano era aceptado como base de las relaciones Iglesia-sociedad civil, los conflictos iniciales se redujeron; y en general son escasos en las épocas en que la sociedad civil aparece religiosamente homogénea (como es el caso de la cristiandad medieval o de los Estados confesionales modernos), porque allí donde moral pública (que inspira las instituciones) y moral personal coinciden mayormente, se hace difícil que la ley civil pueda ordenar algo contrario a la ética dominante (los problemas podían surgir, y de hecho surgieron, con los creyentes de otras religiones, en la medida en que la homogeneidad religiosa se consideraba parte integrante de la unidad política).

La evolución en sentido moderno de las sociedades tradicionales, viene a acentuar tendencias opuestas, disgregadoras y secularizantes, que serán las que darán lugar al fenómeno de la objeción de conciencia tal como lo conocemos hoy.

El iusnaturalismo racionalista trata de edificar una sociedad civil precisamente ignorando, por lo menos  como hipótesis, cualquier instancia trascendente; esta posibilidad queda relegada al ámbito de la conciencia individual. El liberalismo político propone la mayor separación posible entre Estado y religión. Las leyes e instituciones deberán inspirarse en supremos criterios de razón, ajenos a cualquier influjo religioso. Pero lo que en el plano institucional se presenta como ideal, se traduce en la utopía de separar en la persona ciudadanía y dimensión religiosa. Y esto, sin duda, aumenta las posibilidades de que los deberes cívicos acaben chocando contra los deberes de conciencia.

Por el mismo camino el liberalismo propone sustituir la confesionalidad religiosa, ocasión de intolerancia y discriminaciones, con la libertad de cultos, que dará lugar (junto a otras causas) a un creciente pluralismo religioso y a un fuerte individualismo ético[9], fuente también de conflictos. El abandono de la confesionalidad religiosa no significa que el ordenamiento del Estado no sostenga determinadas opciones de contenido ético (fruto tal vez de una confesionalidad ideológica), más o menos respetuosas con la sensibilidad moral de los ciudadanos.

Opciones que se multiplican allí donde subsiste el modelo napoleónico de Estado (Europa y Latinoamérica). Pese a su pretendido respeto de la libertad, en la práctica se trata de un Estado que interviene prepotentemente sobre la sociedad, eliminando (o casi) los grupos intermedios, con tendencia a monopolizar amplios espacios de la vida social, o por lo menos a condicionarlos con su fuerte presencia[10]. Sectores como la medicina, la economía, la enseñanza, la información o la seguridad social, presentan no pocos problemas morales, que no se pueden resolver por el expediente de politizarlos o burocratizarlos, convirtiendo la ley en norma moral sobre la única base de haber sido emanada según un “procedimiento democrático”[11].

En este contexto la objeción de conciencia moderna puede aparecer como una suerte de revancha de la conciencia personal (frecuentemente de inspiración religiosa), que se rebela contra el ostracismo que le hubieran impuesto la razón ilustrada y el positivismo[12].

Pero junto a estos presupuestos que pueden explicar la proliferación de los conflictos de conciencia, se han desarrollado también las condiciones para su solución: el madurar de la experiencia democrática y la efectiva protección de los derechos inherentes a la dignidad humana como ámbitos de libertad personal, protegidos por el derecho, que técnicamente se traducen en otros tantos ámbitos de no injerencia del poder político.

Entre esos derechos de libertad ocupan un lugar de primer orden los de pensamiento, conciencia y religión, cada uno con sus características singulares, pero estrechamente relacionadas entre sí en cuanto expresión de la dignidad espiritual de la persona. Sintéticamente significan que las convicciones ideológicas, éticas y religiosas de los ciudadanos no son en sí mismas cuestiones políticas, ni están sujetas a las decisiones del poder, que se reconoce incompetente para imponer determinadas respuestas a los interrogantes que esas dimensiones personales plantean. Siguiendo los planteamientos de Viladrich podemos decir que la búsqueda de la verdad, del bien, de la belleza y de Dios es libre de Estado, que no puede interferir en ella o mediatizarla[13].

En efecto, sólo en una sociedad en la que el poder político está decididamente limitado por los derechos de los ciudadanos, controlado por instancias de poder independientes, y en la que los gobernantes necesitan tener de su lado la opinión pública, deja de ser obvio que la ley deba prevalecer siempre sobre la conciencia de aquél a quien va dirigida.

Ha sido necesaria no sólo la superación del poder absoluto del monarca, sino también la del absolutismo racionalista de la ley, para admitir que la solución de los conflictos de conciencia no debía deferirse cómodamente a una instancia divina, sino que ha de afrontarse también desde las posibilidades del derecho[14]. No es sólo que el jefe no puede mandar todo, sino que tampoco puede hacerlo una ley, aunque represente formalmente la voluntad de la mayoría. Por otra parte tampoco el ejercicio de la autoridad puede someterse en todo a la conciencia de los individuos.

A esto hay que añadir el pluralismo religioso que caracteriza nuestra sociedad occidental, con las consiguientes exigencias de adaptación cultural que tal fenómeno reclama, como condición de convivencia pacífica.

Estas son las coordenadas político sociales que permiten hoy trasladar a la sociedad y a los poderes públicos, planteándolo como problema jurídico, lo que antes era sólo un drama personal, que en nada parecía afectar a la aplicación inexorable de las leyes. Ahora, ante los casos de resistencia a la ley, se tienen en cuenta las motivaciones que los provocan.

Los supuestos de objeción se multiplican con singular rapidez y variedad, y todo hace pensar que el proceso se prolongará. Es una galaxia en expansión. Si la objeción al servicio militar ha señalado en muchos lugares la aparición del fenómeno, inmediatamente se han sumado a ella otras objeciones en diversos campos: fiscal, laboral, educativo, médico, etc., dentro de las cuales se plantean a su vez cuestiones concretas muy variadas.

Valoración moral de la objeción de conciencia

El fenómeno, como hemos dicho, interesa a la Iglesia desde sus comienzos, sea porque de siempre ha entendido que la razón última de la obediencia a la autoridad es que ésta proviene de lo alto, sea porque jamás ha renunciado al primado de la conciencia; que no consiste en que sea autónoma, sino en el respeto que merece como punto de encuentro entre el hombre y Dios: “en esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre”[15].

De una parte la doctrina de la Iglesia enseña que la obediencia a las leyes civiles justas es un deber moral, pero al mismo tiempo dice que una ley que se oponga a los mandatos divinos es injusta, no es ley ni merece obediencia sino resistencia, porque antes que ofender a Dios hay que estar dispuesto a desafiar cualquier poder humano. Así lo ha enseñado siempre, en el terreno doctrinal y en la práctica[16].

De aquí parte la valoración moral cristiana de la objeción de conciencia[17], que no debe ser un pretexto para que prevalezca un individualismo insolidario, sino la expresión del conflicto, subjetivo y práctico, entre un precepto civil y la conciencia del objetor.

Efectivamente la conciencia no es el conjunto de la propias opiniones o preferencias, ni tampoco la fuente de la moralidad que hace buenas o malas las acciones[18]. Como dice Spaeman “la conciencia es en el hombre el órgano del bien y del mal; pero no es un oráculo”[19]. Es el juez que dictamina sobre la adecuación de mi conducta con la ley moral objetiva[20]. Un juicio que -todos tenemos la experiencia- se impone a nuestro ánimo como imparcial, aprobando o reprobando una acción en sí misma, independientemente de que ésta sea o no de nuestro agrado, o pueda reportarnos ventajas o desventajas de otro orden.

Cristianamente la objeción de conciencia no puede expresarse como un simple “no estoy de acuerdo” o un “no lo acepto”, ni siquiera como un "no estoy dispuesto" que hace de la propia opinión cuestión de principio, sino como un sentido y quizá lacerante “no, yo no puedo”[21]. Lo cual, al derecho no le es fácil distinguir.

La Iglesia considera sagradas la dignidad de la conciencia y “su libre decisión” (GS 41b), mas no porque esta decisión sea autónoma, sino al contrario porque allí, “en lo profundo de la conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo pero que debe obedecer, y cuya voz lo llama siempre a amar y hacer el bien y a huir del mal” (GS 16)[22]; “la conciencia, dice Newman, es el primero de todos los Vicarios de Cristo”[23].

La conciencia es como el puente entre la ley inmutable y las circunstancias cambiantes de cada sujeto y de sus actos concretos. La conciencia no crea la ley moral, pero es la fuente de las decisiones que la aplican, por esto debe buscar adecuarse siempre mejor a la norma moral. Puede equivocarse, pero todo hombre tiene el deber de seguir siempre su conciencia cierta, es decir, en cuanto en ella cree escuchar la voz de Dios[24]: cada cual “percibe y reconoce los mandatos de la ley divina a través de su conciencia, que debe seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, su fin. Por tanto, no se le debe coaccionar a obrar contra su conciencia; y tampoco se le debe impedir que obre según ella, sobre todo en materia religiosa”, dentro de los límites del justo orden público (DH 3).

Este papel central que el cristianismo reconoce a la conciencia, es además fundamental para entender la firmeza y la flexibilidad con que la Iglesia se pone ante la ley civil y, por consiguiente, ante la objeción de conciencia, sin rigideces ni acomodamientos fáciles.

A diferencia de posiciones fundamentalistas, la fe cristiana no considera la Palabra revelada como una voz del arcano que hay que seguir siempre a la letra sin posibilidad de diálogo con la razón humana[25]; por el contrario la Revelación es diálogo condescendiente de Dios con sus creaturas. A su vez, el Magisterio existe en la Iglesia para interpretar y exponer la Palabra de Dios, dentro de la Tradición y escrutando los signos de los tiempos: los problemas, circunstancias y sensibilidad de cada momento. Con la luz de la gracia y de las enseñanzas de los Pastores, la conciencia cristiana se forma y va haciendo personal la norma moral: siguiendo la misma y única ley, cada uno descubre lo que a él le pide Dios en cada momento. Ni todos los preceptos son igualmente obligatorios, ni todos deben practicarlos siempre del mismo modo. La fe cristiana combina perfectamente los elementos humanos y divinos de la religión: cree en el Dios hecho Hombre, que al revelarse a Sí mismo, revela el hombre al hombre.

Sobre la admisibilidad de la objeción de conciencia civil el magisterio ha evolucionado (dentro de los principios morales que hemos visto) de forma paralela a como lo ha hecho en relación a los derechos humanos, en particular la libertad religiosa. Es decir, los planteamientos pasados, que tendían a subrayar los aspectos de orden institucional, universal y abstracto (la autoridad, el bien y el mal objetivos, la ley), se han enriquecido con una mayor sensibilidad por la centralidad del hombre, de su conciencia y de las características de la sociedad en que vive.

En una consideración prevalentemente objetiva, la objeción de conciencia era entendida ante todo como la colisión irreductible entre ley moral objetiva y mandato civil, en práctica coincidencia con el deber de resistir a lo que de por sí es malo. Pío XII lo expresaba así: “ninguna autoridad superior se halla facultada para ordenar un acto inmoral; no existe derecho alguno, obligación alguna, permiso alguno de cumplir un acto en sí inmoral, aun cuando sea ordenado, aun cuando el negarse a cumplirlo lleve consigo los mayores quebrantos personales”[26].

Una perspectiva en la que los aspectos personales, subjetivos, de la objeción tenían escasa cabida. Por eso al plantearse la licitud de la objeción de conciencia militar, el mismo Pío XII respondía con la obligación, general y abstracta, de obedecer las leyes justas: por lo tanto, en caso de necesidad, siendo competencia de la autoridad organizar la legítima defensa de la patria con las armas, “un ciudadano católico no puede apelar a su propia conciencia para negarse a prestar sus servicios y cumplir los deberes determinados por la ley”[27].

En ese contexto solo tendría cabida lo que se ha dado en llamar objeción de conciencia obligatoria, en definitiva los principios son los de siempre, pero la autoridad se considera llamada a determinar los casos concretos en que se debe resistir a la ley y aquéllos en que se la ha de obedecer.

Sucesivamente el Magisterio se enriquece con la reflexión sobre el papel central que juega la persona (cada una) en el misterio de la salvación[28], un horizonte en el que la objeción es vista, ante todo, como conflicto entre ley humana y conciencia personal.

Concretamente el Concilio Vaticano II afronta la objeción militar desde una visión que da más relevancia a la conciencia personal, en primer lugar porque no pretende establecer un criterio válido para todo cristiano, de suerte que sin pronunciarse directamente sobre su conveniencia, deja clara su admisibilidad, cuando considera equitativo “que las leyes provean con humanidad en favor de quienes, por motivos de conciencia, rehusan el uso de las armas, mientras que en cambio aceptan otra forma de servir a la comunidad humana”, al tiempo que encomia a quienes sirven en el ejército como instrumentos de la seguridad, de la libertad y de la paz de los pueblos (GS 79c y e).

Por tanto no todos tenemos por qué objetar las mismas prescripciones y sólo esas, como movidos por leyes simplemente exteriores, sin tener en cuenta la conciencia o como si esta fuera una e idéntica para todos[29]. Por el contrario la visión cristiana considera a cada persona como querida por Dios por sí misma, única e irrepetible, con una vocación propia y distinta.

Como dice Spaeman “La dignidad del hombre descansa en que es una totalidad de sentido; lo bueno y correcto objetivamente, para que sea bueno, debe ser considerado también por él como bueno, ya que para el hombre no existe nada que sea tan sólo ‘objetivamente bueno’. Si no lo reconoce como bueno, entonces justamente no es bueno para él. Debe seguir su conciencia; lo cual tan sólo quiere decir que debe hacer lo que tiene por objetivamente bueno, cosa que en el fondo es algo obvio: realmente bueno es sólo lo que tanto objetiva como subjetivamente es bueno”[30].

Esto ha llevado a algunos autores católicos a distinguir entre objeciones de conciencia obligatorias y facultativas[31]. Es obligatoria aquella objeción que viene exigida para todos por la doctrina moral cristiana, en cuanto corresponde a un precepto básico y unívoco de la ley divina, como el “no matarás”, tal es p.e. la objeción al aborto o a cualquier práctica contra la vida de un inocente.

Sería facultativa la objeción de conciencia al servicio militar, porque el bien de la paz y el rechazo en principio de la violencia, no prohiben el recurso a la misma cuando no haya más remedio.

Esta distinción es útil si se tienen en cuenta sus límites, porque siendo la conciencia personal el juez último del actuar moral, un cristiano puede sentirse tan obligado a objetar el servicio militar como el aborto: en este sentido toda objeción es -por definición- obligatoria. Todos objetan porque sienten el deber de hacerlo, otra cosa es que ese deber sea directa y universalmente deducible de la ley moral, o bien fruto de la interpretación personal o de la sensibilidad del objetor[32].

La Iglesia objetora

Todo lo cual, nos lleva a otra perspectiva desde la que la Iglesia contempla la objeción de conciencia civil, porque además de afrontar el tema desde el punto de vista ético, la Iglesia católica, al proclamar la libertad religiosa de todos los hombres y confesiones[33], reivindica para sí la misma libertad, no sólo en cuanto única Iglesia de Cristo sino “también en cuanto sociedad de hombres que tienen derecho a vivir en la sociedad civil según las prescripciones de la fe cristiana”, en consecuencia “los fieles cristianos, como los demás hombres, gozan del derecho civil a que no se les impida vivir según su conciencia” (DH 13b y c).

Esto quiere decir que la Iglesia y sus miembros también recurrirán a la objeción de conciencia civil cuando lo consideren necesario. La perenne enseñanza cristiana de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, que en la historia se ha resuelto tantas veces en el padecer por la justicia, encuentra en los modernos derechos de libertad religiosa y de conciencia el marco de su efectividad en la sociedad civil. El testimonio de coherencia con la fe que se pide a todo fiel cristiano, le llevará a objetar allí donde su conciencia le prohíba dar cumplimiento a prescripciones contrarias a la moral.

Para tutelar la conciencia de los fieles la Iglesia procura dialogar con el Estado, al fin de orientar la legislación civil en sentido respetuoso con la doctrina cristiana; pero esto no siempre es asequible, de aquí que la protección de la conciencia requiera, quizás más hoy que en otros tiempos, oportunas orientaciones pastorales, para que los católicos conozcan sus deberes y, ejerciendo sus derechos cívicos, defiendan su conciencia[34]. El deber de resistir puede concretarse en el deber de objetar, de reclamar el derecho a hacerlo, también por el valor de testimonio que ello tiene.

La sociedad plural en que vivimos se orienta con frecuencia en sentido contrario a la moral cristiana; por su parte, las llamadas leyes permisivas tantas veces no se muestran tales en la práctica, sino que, de hecho, imponen (a pesar de la tolerancia en que dicen inspirarse) acciones que van contra la conciencia. Los católicos tienen el deber de respetar la conciencia de los demás, pero al mismo tiempo tienen el deber de servirse de los medios legítimos a su alcance para salvar su conciencia.

Son muchos los asuntos en que legalidad y moralidad pueden ser divergentes: días de fiesta[35], educación e investigación, familia, sexualidad, asistencia religiosa, actividades sociales, etc.

Un terreno especialmente sensible es el del respeto a la vida, punto de partida para el respeto de cualquier otro derecho. La Iglesia considera absolutamente irrenunciable el precepto divino “no matarás” y ante situaciones de hecho contrarias a este mandamiento reclama de sus fieles una actuación social decidida y conforme con el Evangelio.

En la encíclica Evangelium vitae Juan Pablo II, además de proclamar solemnemente la maldad intrínseca de los atentados a la vida inocente (aborto y eutanasia sobre todo), recuerda a los fieles que ante “una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella,” porque las “leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia” (EV 73)[36].

La posibilidad de objetar es parte esencial de la libertad de conciencia, en correspondencia a “la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas”; por tanto “el rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental... un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil”, para garantizar la libertad de quienes la ley llama a colaborar en tales crímenes. Por otra parte, “quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional” (EV 74).

La objeción de conciencia es básicamente personal como lo es la conciencia en nombre de cual se ejerce. De todas formas, así como la libertad de conciencia puede presentar aspectos colectivos e institucionales, sobre todo cuando está conectada con una determinada confesión, también una suerte de objeción puede ser ejercida por las mismas confesiones y por otras entidades de inspiración religiosa, sea para salvaguardar su propia identidad, sea para garantizar la conciencia de los que en ellas trabajan y de quienes recurren a sus servicios. Estas instituciones, por el deber de coherencia que sobre ellas incumbe, tienen el derecho a negar su colaboración en actividades impuestas por las leyes que sean contrarias a su ideario.

En el tema de la defensa de la vida, sería el caso de los hospitales y demás centros asistenciales o de investigación de inspiración católica. Tanto más cuanto que aborto, esterilizaciones, eutanasia son prácticas en sí mismas ajenas a los fines de ayuda a la vida que esos centros se proponen.

También en otros campos la Iglesia y demás entidades de inspiración católica tienen el deber y el derecho de oponerse a acciones u orientaciones, contrarias a la moral católica impuestas por las leyes. Piénsese en las escuelas ante programas obligatorios de educación sexual o de otras materias relevantes para la formación de sus alumnos; en organizaciones humanitarias a las que se pretende implicar en planes oficiales de ayuda que incluyen la difusión de métodos anticonceptivos.

La Iglesia objetada

Pero las relaciones entre la objeción de conciencia y la Iglesia no terminan aquí. Conviene plantearse la situación contraria en la que la Iglesia (o más bien su organización o sus leyes) pueden ser rechazados por alguien por motivos de conciencia.

La cuestión presenta dos vertientes distintas: la de la objeción civil que de alguna manera se plantea contra la Iglesia y la de la objeción de conciencia en la Iglesia. Pueden estar relacionadas, pero los ordenamientos en que se plantean son diversos: el civil y el canónico. No pocas veces sucede que el objetor intenta trasladar los efectos de su acción del uno al otro.

En principio parece difícil que puedan presentarse supuestos de objeción civil contra la Iglesia, porque las leyes civiles ni imponen la adhesión a la misma, ni siquiera el cumplimiento de los deberes que tal adhesión comporta. Por su parte la Iglesia, por su misma doctrina, se considera obligada, como cualquier otra confesión o grupo, a respetar las libertades civiles de religión y conciencia de todos, también la de sus propios fieles, los cuales tienen el derecho civil de apartarse de la Iglesia, sin ninguna necesidad de alegar que encuentran óbice de conciencia para confesar la doctrina católica o para cumplir alguna ley eclesiástica. Parece pues claro que estos casos no representan supuestos de objeción.

Pero si el Estado no se considera competente para obligar a los ciudadanos a cumplir sus deberes religiosos (ni la Iglesia pretende que lo haga), también es cierto que los poderes civiles son igualmente incompetentes para entrometerse en las decisiones internas, doctrinales o jurídicas, de las confesiones religiosas, entre ellas las que se refieren a las consecuencias canónicas de la desobediencia a la autoridad eclesiástica. No han faltado disidentes que, mientras invocan su libertad religiosa para apartarse de las leyes de la Iglesia, pretenden después evitar las consecuencias canónicas de tal apartamiento, recurriendo a las autoridades civiles como objetores. Hay que decir que en principio dichas autoridades se inhiben de juzgar sobre tales cuestiones.

A pesar de ello, las cosas no son tan simples, porque en la práctica no es posible una separación radical entre el orden civil y la vida religiosa de los ciudadanos, tanto menos cuando esa vida transcurre en el seno de una determinada confesión. El derecho eclesiástico del Estado tiene precisamente como objeto propio ordenar según justicia las repercusiones que la vida religiosa (individual o colectiva) de los ciudadanos tiene en la convivencia social[37].

La Iglesia y sus institutos viven formando parte de la comunidad política; en sus actividades de carácter social se deben adecuar a los principios y normas del ordenamiento secular, el cual a su vez tendrá más o menos en cuenta la naturaleza religiosa de esas iniciativas. La posibilidad de que puedan originarse conflictos de conciencia depende del modo y medida en que el Estado intervenga en esas áreas, colabore con la Iglesia o conceda relevancia civil al ordenamiento canónico, prestando su apoyo a determinadas disposiciones eclesiásticas.

En el pasado situaciones de ese tipo han podido darse en países confesionales; por ejemplo: enseñanza obligatoria de la religión católica, obligación civil para los católicos de contraer matrimonio canónico, participación obligada en ritos religiosos. Debe advertirse que tales situaciones se daban igualmente en países de diversa confesionalidad (incluso laica), era lo común para la sensibilidad de la época[38]; por lo demás el margen de tolerancia que se concedía a los ciudadanos de otras confesiones era normalmente suficiente para resolver tales conflictos.

En nuestros días la colaboración que el Estado ofrece a la Iglesia, partiendo del respeto a la igualdad y a la libertad religiosa de todos, tiene como premisa la aceptación voluntaria de esa colaboración por quienes de ella se valen: las posibilidades de conflicto directo son verdaderamente escasas.

En el ámbito laboral se han presentado algunos conflictos entre entidades católicas y algún trabajador, que al decidir desvincularse de sus deberes de católico ha sido despedido. Pueden ser casos de objeción de conciencia relativa[39], que manifiestan las consecuencias civiles que puede tener un acto de contenido religioso. Para resolverlos hay que tener en cuenta la libertad religiosa del individuo junto al derecho de la entidad católica a salvaguardar su identidad. Por otro lado, que la libertad religiosa incluya el poder abandonar una religión, no quiere decir que ese abandono no haya de tener ninguna consecuencia civil, sobre todo cuando la adhesión las había tenido.

La objeción de conciencia en la Iglesia

A partir sobre todo del Concilio Vaticano II se ha planteado también la posibilidad de la objeción de conciencia en la Iglesia, es decir dentro de la sociedad eclesiástica, en el derecho canónico.

El problema es delicado y ha recibido respuestas en ambos sentidos, que en todo caso coinciden en la necesidad de determinar con precisión las similitudes y diferencias entre los contextos socio-jurídicos civil y eclesiástico[40].

Ciertamente la persona humana es una y la misma en ambos contextos y en ambos deben ser respetados su dignidad y sus derechos de naturaleza.

Al mismo tiempo, es igualmente verdad que el ordenamiento jurídico de cada sociedad está determinado por la naturaleza y fines propios de la misma.

La sociedad civil y la sociedad eclesial no son sociedades completamente simétricas, median entre ellas diferencias que no permiten sin más el traslado de las instituciones o recursos jurídicos de una a la otra.

La comunidad política es una sociedad natural, necesaria y no de fines específicos sino comprensiva de los distintos aspectos de la vida humana; lo que aglutina a sus miembros no es el hecho de compartir una filosofía, una ética o una religión, ni la realización en común de unas concretas actividades o fines, por el contrario lo que caracteriza la sociedad de nuestro tiempo es el pluralismo. El bien común es un fin genérico, consiste en procurar las mejores condiciones de existencia que favorezcan el desarrollo de los variados intereses personales compatibles con la vida social. De hecho son parte esencial de ese bien común las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos, a través de los cuales cada uno proyecta hacia el exterior su personalidad.

La Iglesia en cambio es una sociedad sobrenatural, por su origen, por la misión específica que está llamada a cumplir y por los medios que emplea. Es voluntaria, y está basada en la comunión: en primer lugar con Dios (invisible), pero también en la libre y manifiesta adhesión (comunión visible) a su doctrina (que incluye aspectos morales), la participación en el culto y el respeto de su orden jerárquico y disciplinar[41], aspectos que contienen los elementos fundamentales de su identidad. Es una comunidad religiosa, a esta dimensión de la vida humana se circunscribe su actividad, su estructura organizativa, su orden interno, su derecho. El pluralismo y la diversidad tienen en la Iglesia un espacio amplio, fundado y al mismo tiempo limitado por las exigencias de la comunión[42], contra la cual simplemente se está fuera de la Iglesia.

Toda iniciativa o actividad dentro de la Iglesia debe respetar y ser coherente con la naturaleza y misión de ésta, de lo contrario puede decirse que no tiene en ella su ámbito de expresión, por muy legítima que pueda ser en otros ámbitos.

Por otro lado, la objeción de conciencia nace en un contexto ligado a una concreta noción de polis y de su ordenamiento, en el que el respeto de la libertad humana se entiende jurídicamente como incompetencia de la sociedad y de la autoridad para vincular las opciones religiosas, éticas o ideológicas de los ciudadanos. Lo cual trae consigo, como manifestación de la libertad de conciencia, la posibilidad de objetar, de oponer a los mandatos legales la propia libertad que la misma ley reconoce y tutela. El equilibrio entre ambos es el problema que toca al derecho civil afrontar: balance de intereses y de perjuicios, de autoridad y libertad, de autonomía y de solidaridad, de orden público.

Un planteamiento de este tipo no parece tener cabida en el seno de la sociedad eclesiástica, donde las creencias (y el comportamiento que tales creencias exigen) forman parte, por definición, de la misma estructura de la sociedad y del vínculo de pertenencia de sus miembros. No me parece posible hablar en la Iglesia de libertad de conciencia en sentido unívoco a como se dice en la sociedad civil. Como consecuencia, estoy de acuerdo con Errázuriz en que no se puede hablar de objeción de conciencia, en cuanto esta presupone un conflicto más o menos generalizado entre norma y conciencia personal, que siendo “tipico di una situazione in cui manca il consenso sociale su questioni di particolare rilievo per la convienza civile, non è compatibile con le esigenze comunionali derivanti dall’apparteneza alla Chiesa”[43].

Efectivamente, situaciones de divergencia entre legalidad y moralidad[44] encuentran más posibilidades reales de verificarse en los ordenamientos civiles, que tienden a inspirarse en criterios políticos, que en el ordenamiento de la Iglesia, cuyas normas humanas pretenden expresar positivamente las exigencias de la ley divina, la cual además exige el respeto del sagrario íntimo del hombre; de ahí que el ordenamiento de la Iglesia haya conservado elementos de flexibilidad hoy prácticamente desconocidos en los derechos estatales[45].

Con todo, conviene recordar que la objeción de conciencia es en sí misma un conflicto personal: entre conciencia y norma jurídica humana; que puede o no tener como causa la divergencia objetiva entre el precepto que se rechaza y la ley moral[46].

Sobre esta base se puede afirmar que también en el interior de la comunión eclesiástica pueden darse conflictos de conciencia, situaciones objetivas o subjetivas en las que la prescripción canónica sea percibida por el fiel como contraria al dictamen de su conciencia, que tiene obligación moral de seguir.

Hay que insistir en que no se trata aquí de consagrar un inexistente derecho a la desobediencia a los Pastores, a disentir del magisterio en cuestiones de fe y costumbres[47] o en suma a quebrantar la comunión. En estos casos, el fiel que se considere incapaz de permanecer en ella, no puede pretender que la Iglesia lo admita dentro de la comunión mientras él mismo se coloca fuera: el bien de la comunidad, por otra parte, exige que esos atentados a la comunión sean detectados, declarados y, si es necesario, castigados con las penas determinadas por el derecho, al fin de restablecerla.

Me refiero a conflictos que pueden surgir en el ámbito de la comunión eclesial, por defectos o imperfecciones del ordenamiento en sus aspectos humanos, que pueden simplemente ser circunstanciales, pero no por ello menos reales y lacerantes. Las causas pueden ser varias: desde el error invencible del objetor, al precepto (general o singular) verdaderamente injusto.

Las diferencias antes apuntadas entre la sociedad civil y la Iglesia, hacen que de hecho, el fenómeno de la objeción de conciencia no se haya manifestado en la sociedad eclesial con la misma intensidad y fuerza expansiva que en el Estado. No pocos casos en que se ha pretendido recurrir a ella (me refiero al tema de los divorciados vueltos a casar), en realidad no son casos de objeción de conciencia, sino las consecuencias eclesiales de una situación que, al menos desde el punto di vista jurídico, es objetivamente irregular.

De todas formas se puede pensar en posibles conflictos pasados o presentes, por ejemplo: la obligación (hoy inexistente) de confesar los propios pecados a un determinado sacerdote[48]; ciertas delaciones obligatorias[49]; el respeto por la sensibilidad litúrgica de determinadas personas o grupos; la posibilidad de negarse a prestar juramento en los procesos (cc. 1532, 1562 § 2) o de responder; la obligación que alguien puede sentir de salvar el propio voto en una decisión colegial, puede entrar en colisión con el deber de guardar secreto (cc. 1455, 1609 § 4); al cumplir el deber que les incumbe de proveer a la educación cristiana de sus hijos (c. 793), los padres podrían encontrar problemas de conciencia ante determinadas opciones pastorales obligatorias.

La misma evolución del derecho canónico hacia una mayor apreciación y tutela de los derechos de la persona y del fiel, confirma la relevancia jurídica de estos posibles conflictos y la tendencia a prevenirlos. Una sensibilidad quizá mayor hoy que antes, pero no nueva: son antiguos los varios mecanismos jurídicos que permiten acoger y resolver posibles conflictos de conciencia, sin que por ello deba sufrir detrimento la comunión eclesiástica: piénsese, por ejemplo, en la relevancia canónica de la ignorancia, el error o la duda (cc. 14, 15, 1323 2º); en las muchas ocasiones que las mismas normas prevén su proprio incumplimiento, si media justa causa o situación de necesidad (que, en principio, debe apreciar el obligado a cumplirlas: cc. 1323 4º, 1324 5º); en la posibilidad de dispensar las leyes eclesiásticas con justa y razonable causa (c. 90) o en la misma costumbre contra legem y, en definitiva, en la común convicción de que las leyes humanas dejan de obligar con grave incommodo o si devienen causa u ocasión de pecado.

Pero estos y otros remedios previstos en el derecho (equidad, epiqueya, tolerancia, etc.) no excluyen a priori que puedan existir situaciones de objeción de conciencia en la Iglesia. A mi entender sucede que el derecho canónico posee las bases (el respeto de la conciencia recta del fiel) y la flexibilidad suficientes para acogerla, sin tener que recurrir para justificarla o admitirla a una supuesta libertad religiosa o de conciencia que, en el significado común de esos términos, no tienen cabida en la sociedad eclesiástica, pues son derechos típicos de la sociedad civil[50].



· In AA.VV. «Objeción de conciencia», Cuadernos del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México D.F. 1998, p. 231-253.

[1] Para la diversas definiciones que se han propuesto de objeción de conciencia ver: R. Bertolino, La libertad de conciencia: el hombre ante los ordenamientos estatales y confesionales, en ADEE, 3 (1987), p. 40; Id., L’obiezone di coscienza moderna, Torino 1994, p. 9-10.

[2] La conciencia es mensura mensurata, pero su juicio es último y definitivo en cuanto a la acción práctica, abarca todas las posibles reglas del obrar humano, que sólo a través de ella se hacen eficaces; ver en este sentido A. Laun, La conciencia, Barcelona 1993, p. 87-88. Cf. G. Lo Castro, Legge e coscienza, in “Quaderni di diritto e politica ecclesiastica”, (1989/2), p. 15 s.

[3] Suele citarse Antígona: “Porque esas leyes no las promulgó Zeus. Tampoco la Justicia que tiene su trono entre los dioses del Averno. No, ellos no han impuesto leyes tales a los hombres. No podía yo pensar que tus normas fueran de tal calidad que yo por ellas dejara de cumplir otras leyes, aunque no escritas, fijas siempre, inmutables, divinas. No son leyes de hoy, no son leyes de ayer... son leyes eternas y nadie sabe cuándo comenzaron a vigir ¿Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera?

“¿Que iba yo a morir... bien lo sabía, quién pudiera ignorarlo? Eso, aun sin tu mandato. Que muero antes de tiempo... una dicha me será la muerte. Ganancia es morir para quien vive en medio de los infortunios. Morir, morir ahora no me será tormento. Tormento hubiera sido dejar el cuerpo de mi hermano, un hijo de mi misma madre, allí tendido al aire, sin sepulcro. Eso sí fuera mi tortura...” (trad. de Sófocles, Las siete tragedias, México 1966, p. 195).

[4] Desde las comadronas judías (Ex 1, 15-17) o los hermanos llamados Macabeos (2 Mac 6 y 7), hasta Daniel y sus compañeros (Dan 3, 5-18).

[5] Cf. G. Dalla Torre, Il primato della coscienza, Roma 1992, p. 99-105.

[6] “No hay griego o judío, circuncisión o incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3, 11).

[7]  Mt 22, 21 et par.

[8] De todas formas, la actuación práctica de esta distinción ha sido fuente de controversias y de conflictos de conciencia, pues el dualismo evangélico “dad a César...” ha sido interpretado de modos muy diferentes por unos y por otros a lo largo de los siglos.

[9] Un sugestivo análisis del individualismo moderno puede verse en Ch. Taylor, The Malaise of Modernity, (usamos la trad. italiana: Il disagio della modernità, Roma-Bari 1994, sobre todo p. 4-7 y 17-49); cf Id., Sources of the self, 7ª ed., Cambridge, Massachusetts 1994, sobre todo p. 25-32 y 495-521.

[10] “Ciò fa emergere -señala Taylor- il pericolo di una forma di dispotismo nuova, specificamente moderna, che Tocqueville chiama dispotismo ‘morbido’. Non sarà una tirannia del terrore e dell’oppressione, come nel tempo andato. Il governo sarà mite e paternalistico. Potrà perfino conservare le forme democratiche, con elezioni periodiche. Ma di fatto ogni cosa sarà governata da un ‘potere immenso e tutelare’, su cui gli uomini avranno ben scarso controllo” (Il disagio della..., cit., p. 13).

[11] El papel de la moral pública, elemento integrante del orden público, es señalar los límites de la tolerancia civil, no el de justificar la imposición de unas determinadas opciones éticas.

[12] Cf. R. Navarro-Valls, Las objeciones de conciencia, en AA. VV., “Derecho Eclesiástico del Estado español”, 4ª ed., Pamplona 1996, p. 189.

[13] P.J. Viladrich - J. Ferrer Ortiz, Los principios informadores de Derecho eclesiático español, en AA.VV. “Derecho eclesiástico del Estado español”, 4ª ed., Pamplona 1996, p. 127.

[14] Ver José T. Martín de Agar, Problemas jurídicos de la objeción de conciencia, en “Scripta Theologica” (1995/2) p. 519-543.

[15] Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 58.

[16] La Comisión “Iustitia et Pax” de la Conferencia episcopal italiana, recuerda que la objeción de conciencia radica no en la autonomía del sujeto frente a la norma, o en el desprecio de la ley del Estado, sino en la fidelidad coherente a los fundamentos morales de la ley civil (Nota pastoral Educare alla legalità, 4.X.1991, n. 14, en “Notiziario della C.E.I.”, nº 8 (30.V.1991), p. 207-208. Algunos comentarios a este documento en R. González Schmal, El derecho de libertad religiosa como derecho humano, en AA.VV. “Las libertades religiosas. Derecho eclesiástico mexicano”, México D.F. 1977, p. 183-184.

[17] Una valoración de este tipo en T. López, La objeción de conciencia: valoración moral, en “Scripta Theologica”, (1995/2) p. 497-517.

[18] “La coscienza è la via che ci guida verso il bene; non è essa stessa la fonte del bene... bene e male non sono atteggiamenti mentali, non sono astrazioni, sono realtà... I valori non sono invenzioni soggettive dell’individuo, ma dimensioni oggettive del reale” (F. D’Agostino, Veritatis Splendor: tre modi di leggerla, in “Vita dell’unione. Bollettino mensile dell’Unione Giuristi Cattolici Italiani”, 51 (1994), p. 2).

[19] Moralische Grundbegriffe, uso la trad. esp. de J.M. Yanguas: Etica: cuestiones fundamentales, Pamplona 1987, p. 94.

[20] Una adecuación que es dinámica, es decir, implica la diposición de perfeccionarla a través de la oración, las enseñanzas de la Iglesia y el consejo de otros.

[21] Como afirmaba Tomás Moro "in thinges touching conscience, euery true and good subiect is more bounde to haue respect to his saide conscience and to his soule than to any other thing in all the world beside" (citado en P. Ackroyd, The life of Thomas More, Vintage, London 1999, p. 389. Comentando el caso de T. Moro, Spaeman concluye: “No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, sino el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el ‘no me es lícito’ se convirtió en un ‘no puedo’” (Etica: cuestiones... cit., p. 91).

[22] Sobre la relación ley de Dios-conciencia, ver Enc. Veritatis splendor, 54-64.

[23] “Conscience is the aboriginal Vicar of Christ”, Carta al Duque de Norfolk 27.XII.1874, § 5, en J.H. Card. Newman, Certain difficulties..., vol. 2, Longmans, Green, & CO., London 1898, p. 248; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1778.

[24] Cf. R. García de Haro, La vida cristiana, Pamplona 1992, p. 543-546.

[25] Sobre las características de la lectura fundamentalista de la Biblia, Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1993, p. 63 s.

[26] Pío XII, Discurso Nous croyons, 3.X.1953, en AAS 45 (1953) 738, trad. de J.L. Gutiérrez G. (ed.), Doctrina Pontificia. Documentos Jurídicos, B.A.C., Madrid 1960, p. 409.

[27] Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 23.XII.1956, en AAS 49 (1957) 19, trad. de J.L. Gutiérrez G. (ed.), Doctrina Pontificia... cit., p. 588. Cf. J. Mausbach - G. Ermecke, Teología moral católica, III, Pamplona 1974, p. 69, que tratan de justificar moralmente la objeción militar por la vía de la conciencia inculpablemente errónea.

[28] Cf. entre tantos pasajes: Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 3.

[29] Cf. Rom. 14, 1-23.

[30] Etica: cuestiones... cit., p. 94.

[31] Desde este punto de vista D’Agostino considera verdadero objetor sólo a quien objeta por deber (L’obiezione di coscienza nella prospettiva di una società democratica avvanzata, en “Il Diritto Ecclesiastico”, (1992) P. I, p. 66). Cf. V. Possenti, Sull’obiezione di coscienza, en “Vita e Pensiero”, (1992), p. 666; S. Cotta, Coscienza e Obiezione..., cit., p. 114-117.

[32] Podrían citarse igualmente como ejemplo de esta distinción el sigilo sacramental (que obliga siempre) y el servicio militar de eclesiásticos (cf. c. 289).

[33] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae.

[34] Cf. José T. Martín de Agar, El derecho de los laicos a la libertad en lo temporal, en “Ius Canonicum”, (1986), p. 531-562.

[35] Recientemente se ha planteado el caso de un católico español que, llamado a presidir una mesa electoral en domingo, recurrió la designación alegando su deber de celebrar adecuadamente el día del Señor. La objeción no fue acogida por la autoridad. Presenta el caso y lo comenta J. Bogarín Díaz (La protección de la libertad religiosa y de conciencia por la vía ordinaria: un caso de insensibilidad, comunicación al VIII Congreso Internacional de Derecho Eclesiástico del Estado, Granada 13-16 de mayo de 1997, versión mecanográfica que manejamos por gentileza del autor).

[36] Ver también, Pontificio Consiglio della Pastorale per gli operatori sanitari, Carta degli operatori sanitari, Città del Vaticano 1994, n. 143.

[37] Ver entre tantos: P.A. d’Avack, Trattato di diritto ecclesiastico italiano, Parte generale, 2ª ed. Milano 1978, p. 3-46; J.M. González del Valle, Derecho eclesiástico español, 4ª ed., Oviedo 1977, p. 55-78; J. Hervada, Bases críticas para la construcción de la ciencia del Derecho Eclesiástico, en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado”, III (1987), p. 25-37; J.M. Vázquez García-Peñuela, El objeto del derecho eclesiástico y las confesiones religiosas, en “Ius Canonicum” (1994) p. 279-290.

[38] Por ejemplo la situación de los no anglicanos en Inglaterra después del Test Act de 1673 e incluso tras el Acta de emancipación de 1829 o las leyes prusianas contra la Iglesia (1872-1874).

[39] Son aquéllos en los que la norma civil no impone un deber absoluto de obrar contra conciencia, sino solo como condición o requisito para obtener o conservar determinada situación jurídica. Sobre este tipo de objeción ver J. Martínez-Torrón, La objeción de conciencia en la jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano, en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado”, 1 (1985), p. 456-458).

[40] De sentido positivo es la propuesta de Bertolino, quien estudia la libertad de conciencia civil con el fin de “rifletterne in modo quasi speculare, le principali valenze all’interno del diritto ecclesiale”, al tiempo que reconoce los límites de este método y la sensibilidad que tales límites requieren, no solo teórica sino también práctica, de aquí que él mismo postula que, más allá de la disquisición doctrinal, “ogni soluzione vada provata all’interno di un concreto quadro di riferimento” (La libertad de conciencia..., cit., p. 39-40).

Considerando precisamente el contexto eclesial, Errázuriz critica la posibilidad de la objeción de conciencia en el interior de la Iglesia, recordando que la distinción entre moral y derecho no puede significar la consideración de la normativa canónica como si fuera simplemente “un ordine disciplinare meramente esterno che non vincolerebbe le coscienze”, no sólo porque en la Iglesia la disciplina está al servicio de la comunión sino también porque “la dimensione giuridica dei beni salvifici ed ecclesiali costituisce una dimensione di vera giustizia, che di conseguenza comporta di per sé un’obbligatorietà morale”. Reconoce de todas formas que “anche nella Chiesa le leggi umane, e più in generale tutte le norme e gli atti umani, possono discostarsi in vari modi dalla legge divina, e ciò dà luogo ai conseguenti problemi circa il valore giuridico e morale di tali norme ed atti nella misura in cui si rivelino imperfetti o addirittura ingiusti” (Verità e giustizia, legge e coscienza nella Chiesa: il diritto canonico alla luce dell’enciclica “Veritatis splendor”, en “Ius Ecclesiae”, 7 (1995), p. 285, 286 y 288). También Lo Castro (Legge e coscienza, cit., p. 56-61) se ha planteado, en un plano más bien teórico, el problema de los posibles conflictos entre norma y conciencia dentro del orden canónico, reconociendo que pueden existir, pero una suerte de conexión con el derecho divino de todas y cada una de las normas canónicas haría imposible admitir la objeción.

[41] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28.V.1992, n. 4; c. 205.

[42] Ver J.P. Schouppe, Opinion dans l’Église et recherche théologique: deux libertés fondamentales à l’examen (cc. 212 et 218), en “Fidelium Iura”, 5 (1995) p. 85-116.

[43] Verità e giustizia..., cit., p. 291.

[44] Cf. R. Bertolino, L’obiezione di coscienza nello Stato e nella Chiesa, en “Folia Theologica” 5 (1994), p. 40-41.

[45] Cf. C.J. Errázuriz, Verità e giustizia..., cit., p. 287 s.

[46] En el tema de la valoración cristiana de la objeción de conciencia hay que disipar un equívoco: la objeción de conciencia se plantea como una contraposición entre norma positiva humana y conciencia personal, no como choque entre norma moral objetiva y conciencia, ni tampoco como conflicto entre ley humana y ley moral. Hay que distinguir también entre ley de Dios (la moral, que el magisterio enseña sin falla) y ley humana (ley o precepto eclesiástico o canónico).

[47] Ver Enc. Veritatis splendor, 54-55 y 64.

[48] Cf. CIC 1917 cc. 518-523, 1361.

[49] Cf. CIC 1917 c. 1361 § 3 y CIC 1983 c. 240 § 2.

[50] Existen también en la Iglesia derechos fundamentales de los fieles que pueden tener alguna semejanza o paralelismo con la libertad religiosa civil, como el de libertad de investigación en las ciencias sagradas (c. 218), el de manifestar las propias opiniones en materias eclesiales (c. 212 §3) o el de libertad de espíritu (c. 214), pero -sin negar tal similitud- el origen histórico y la construcción dogmático jurídica de estos derechos los distingue claramente de la libertad religiosa, entre otras cosas porque todos ellos presuponen el asenso a la doctrina católica y la aceptación de la disciplina canónica. Cf. José T. Martín de Agar, Libertad religiosa de los ciudadanos y libertad temporal de los fieles cristianos, en “Persona y Derecho” 18 (1988) p. 49-63; A de Fuenmayor, La libertad religiosa, Pamplona 1974, p 18.