(En Gran
Enciclopedia Rialp (GER), Tomo 3, Madrid 1993, p. 465-466)
AUTONOMÍA… … III. AUTONOMÍA DE LO TEMPORAL. Principio de la doctrina católica con el que se
afirma la distinción relativa entre las realidades terrenas, temporales, o
seculares por un lado y las directamente religiosas o eclesiásticas por otro. De
este principio se encuentra una reciente y solemne formulación en la Const. Gaudium et spes (GS) del conc. Vaticano
II, donde se dice: «Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que
las cosas creadas y las mismas sociedades gozan de propias leyes y valores, que
gradualmente el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar, es absolutamente
legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente
los hombres de nuestro tiempo, es que además corresponde a la voluntad del
Creador. Pues por la misma naturaleza de la creación, todas las cosas están
dotadas de propia consistencia, verdad y bondad, de unas propias leyes y de un
orden, que el hombre debe respetar reconociendo el método de cada ciencia o
arte... Pero si con la expresión autonomía
de lo temporal se quiere decir que la realidad creada no depende de Dios y
que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno
a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras» (nº 36).
La a. de lo t. se
proyecta en diversos planos de realidades, ciertamente relacionados entre sí,
pero distinguibles a efectos expositivos y de consecuencias morales y
jurídicas. Estos planos pueden resumirse en: autonomía entre el orden temporal
y el religioso, autonomía entre la sociedad civil y la eclesiástica, autonomía
de los fieles en lo temporal.
1. Autonomía entre los órdenes temporal y
religioso: Del texto conciliar citado
se deduce que el fundamento de la a. de lo t. es la misma ordenación divina,
que ha dotado a la creación de consistencia, verdad y bondad, ordenándola según
leyes y criterios propios, y ha dado al hombre la capacidad de descubrir con su
ingenio esas leyes y criterios para su provecho.
La tarea que el hombre
recibe de Dios en el Paraíso, "dominad la tierra" (cf. Gen I, 28-30),
es una participación del hombre en la obra de la creación y un medio a través
del cual el hombre mismo se perfecciona según su naturaleza racional. Pero no
dijo Dios al hombre cómo habría de
dominarla, pues su voluntad es que el hombre lo haga con libertad e iniciativa.
Sí le dio, en cambio, los preceptos morales adecuados a la naturaleza humana
("no comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal" Gen. II, 17,
y más tarde los mandamientos del Decálogo), para que esa libertad se ordene y
no se oponga al fin último del hombre.
El saber teórico y
práctico relativo a las realidades terrenas, que constituye las diversas ramas
de la ciencia y de la técnica profanas, no ha sido objeto de revelación directa
ni cae por tanto bajo el Magisterio de la Iglesia. En cambio sí forman parte de
la revelación, y por tanto de su misión de enseñar, «los principios de orden
moral que surgen de la misma naturaleza humana» (conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, nº 14c).
Paralelamente la
colaboración de los cristianos en la Redención obrada por Cristo, el
cumplimiento de la vocación cristiana, incluye la restauración del orden
secular según el espíritu del Evangelio, de modo que al realizar esas tareas el
cristiano se santifique y contribuya a la santificación del mundo. Pero
santificar las realidades terrenas no quiere decir construir un modelo concreto
de orden temporal contenido en el Evangelio, que no existe, sino actuar en ese
orden respetando la ley moral: la ley divina inscrita en el ser del hombre, la
ley natural.
2. Autonomía entre la sociedad civil y la sociedad
eclesiástica. La distinción y
conexión entre los dos órdenes de cosas, religioso y temporal, se proyecta
también en el ámbito de las relaciones entre sociedad eclesiástica y sociedad
civil, y entre sus respectivas autoridades. El texto conciliar citado, al
mencionar las realidades terrenas, se refiere expresamente a las sociedades
como unos de los sujetos de la a. de lo t.
El principio de a. de lo
t. en este plano es claro: siguiendo las palabras del Señor («Dad al César lo
que es del César y a Dios lo que es de Dios» Mt XXII, 21; «Mi reino no es de
este mundo» Jn XVIII, 36), la Iglesia ha enseñado siempre el llamado dualismo
cristiano, es decir la neta distinción entre ella y cualquier otra sociedad de
carácter político, económico, cultural, etc., pues «la misión que Cristo confió
a su Iglesia no es de orden político, económico o social: el fin que le asignó
es de orden religioso» (GS 42). Pero también la Iglesia ha reclamado siempre su
libertad para proclamar el Evangelio, que comprende los fundamentos éticos del
orden temporal (su relación con Dios), particularmente la justicia entre
hombres y pueblos, e incluye el poder dar juicios sobre la moralidad de las
concretas situaciones y actuaciones temporales (cf. GS 76c).
Otra cosa es la
interpretación teórica y práctica del dualismo a o largo de la historia, de
acuerdo con la concreta configuración político social de cada época y con el
papel que la Iglesia ha ocupado en ella, dependiente a su vez de la eclesiología
del momento.
Los primeros cristianos
entendieron bien que su pertenencia a la Iglesia no implicaba mengua o exención
de su ciudadanía civil; por el contrario les exigía una conducta ejemplar en la
sociedad. Distinguían sus obligaciones religiosas de los deberes para con el
emperador y supieron obedecer a Dios antes que a los hombres.
Desde la Edad media, en
que el poder secular se entendía subordinado al poder religioso en cuanto ambos
se ejercían dentro de la única, homogénea sociedad (la christianitas o respublica
christianorum), hasta hoy, se han sucedido diversas doctrinas, que van
desde la consideración del poder civil como única y exclusiva fuente de
derecho, extensible incluso a la vida religiosa de los súbditos, hasta la
teoría de la potestad indirecta, según la cual la Iglesia, para excluir del
mundo todo lo pecaminoso, tendría un cierto poder político-jurídico sobre una
sociedad civil o un Estado que se proclamasen católicos, o al menos sobre las actividades seculares de los
fieles.
A partir de la Edad
moderna se asiste a una progresiva distinción entre lo sacro y lo profano, no
exenta en casos de excesos separatistas y secularizantes, que ha llevado a una
más clara comprensión de las diferencias específicas constitutivas de cada
sociedad (civil y eclesiástica) y de los fines y actividades que les son
propios: La Iglesia como comunidad basada en la adhesión personal a un credo y
a unos medios salvíficos y el Estado como organizador de un orden civil justo
fundado en el respeto de los derechos de la persona, entre ellos el de libertad
religosa. Al mismo tiempo se afirma la idea de que ambas sociedades están, cada
una a su modo, al servicio de la persona y en ese servicio deben colaborar.
De modo claro el conc. Vaticano
II enseña que «la comunidad política y la Iglesia son recíprocamente
independientes y autónomas cada una en su propio campo» (GS 76), y que la
Iglesia «no quiere mezclarse en modo alguno en el gobierno de la ciudad
terrena» (conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes,
nº 12c). La jerarquía eclesiástica (v.) establecida por Jesucristo, tiene una
potestad de gobierno que se circunscribe al ámbito de la sociedad eclesiástica
y no se extiende al gobierno de la sociedad civil, ni de las actividades
seculares de los cristianos. La doctrina social de la Iglesia es de orden
moral, no engendra una potestad política.
3. Autonomía de los cristianos en los asuntos
temporales. Puesto que ordenar
según el querer de divino las cosas temporales forma parte de la misión de la
Iglesia, pero no de la función de gobierno de la jerarquía eclesiástica, el
cumplimiento de este aspecto de la misión de la Iglesia deben llevarlo a cabo
los cristianos, especialmente los laicos, que al ocuparse en las tareas
seculares deben hacerlo de modo coherente con el Evangelio y la doctrina del
Magisterio. Precisamente porque la secularidad es nota característica de los
laicos, a ellos les «corresponde, por propia vocación, buscar el reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (conc. Vaticano
II, Const. Lumen gentium, nº 31).
Siendo ésta su misión propia, no un mandato recibido de la jerarquía, y gozando
las realidades temporales de una legítima autonomía de principios, valores, leyes
y métodos, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el
deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente
derecho de actuar libremente en esos campos según sus propias opiniones y
experiencias, siguiendo el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b). El
mensaje evangélico contiene las enseñanzas necesarias para la salvación de los
hombres, pero no contiene un determinado programa de organización temporal
(política, social, económica o cultural) de la sociedad civil, lo que significa
que pueden ser acordes con la doctrina de Jesucristo muy diferentes programas
en esos campos.
El canon 227 del Código
de Derecho Canónico consagra este derecho de a. en lo t. diciendo que «los
fieles laicos tiene derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos
aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de
esa libertad, han de cuidar que sus actuaciones estén inspiradas por el
espíritu evangélico, y prestar atención a la doctrina propuesta por el
Magisterio de la Iglesia, pero evitando presentar como doctrina de la Iglesia
su propio criterio en materias opinables». Esto quiere decir, entre otras
cosas, que el fiel católico es libre para mantener cualquier opción temporal
que sea compatible con la fe y la moral, por tanto ni la jerarquía ni los demás
fieles le pueden imponer otras soluciones, ni erigirse en representantes de los
católicos en asuntos temporales. El fiel por su parte debe saber distinguir sus
derechos y deberes en la Iglesia de sus derechos y obligaciones de ciudadano,
sin trasferirlos de un campo al otro, y asumiendo personalmente las
consecuencias de su ejercicio, sin implicar a la Iglesia en sus personales
opciones seculares.
BIBL.: J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones,
14ª ed, Madrid 1985, nº 12 (Rialp); J. Hervada,
Magisterio social de la Iglesia y
libertad del fiel en materias temporales, «Studi in memoria di Mario
Condorelli» I/2, Milán 1988, p. 793-825 (Giuffrè); P. Lombardía, Los laicos en
el Derecho de la Iglesia, «Ius Canonicum» VI (1966), 348-352; J.T. Martín de Agar, El derecho de los
laicos a la libertad en lo temporal, «Ius Canonicum» XXVI (1986), 531-562;
A. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, 2ª ed, Pamplona
1981 (EUNSA).
José T. Martín de Agar