LIBERTAD RELIGIOSA, IGUALDAD Y LAICIDAD*

José T. Martín de Agar

Pontificia Università della Santa Croce

 

Me propongo hacer un breve bosquejo sobre la relación de equilibrio que debe existir entre los principios de libertad religiosa, igualdad y laicidad en el derecho eclesiástico estatal.

La libertad religiosa aparece primariamente como un derecho del hombre a relacionarse con Dios según el dictado de su propia conciencia, sin coacción por parte de otros sujetos, es decir a desplegar y vivir su religiosidad con libertad frente a cualquier instancia social, sin más límite que el justo orden público.

La sensibilidad en favor de esta libertad adquiere carta de naturaleza jurídica en la época de las revoluciones modernas, como reacción ante la intolerancia de los Estados confesionales que consideraban la religión como un factor de unidad política que no podía escapar a su competencia[1]. La libertad religiosa se reivindica ante todo frente a la autoridad civil: el Estado, los poderes públicos son quienes en primer lugar deben reconocer, respetar y garantizar esta libertad de los ciudadanos, admitiendo que su competencia en materias religiosas se reduce a tomar las medidas necesarias para que cada cual pueda efectivamente desenvolver ese ámbito de su personalidad, sin ser coaccionado por nadie y sin otros límites que los de orden público.

Precisamente porque la intolerancia, las persecuciones y la discriminación se dieron en la historia como consecuencia de una confesionalidad estatal aplicada con rigidez, cuando se afirman las ideas de libertad e igualdad de los ciudadanos, la confesionalidad se ve casi necesariamente como incompatible con éllas: algo que mientras perdure será siempre una amenaza para aquellos ideales. Por eso allí donde triunfan las formas republicanas y se abole la monarquía absoluta, se proclama también la aconfesionalidad, la separación entre el Estado y la religión, entendiéndose por ésta más que nada las confesiones religiosas.

Independientemente del tono más o menos radical con que estos postulados se llevaron a la práctica, parece claro que un Estado desligado de cualquier confesión puede tratar por igual a todos sin interferir en sus ideas o convicciones religiosas. La libertad puede garantizarse mejor si el Estado considera por igual a todas la confesiones y no hace propios el credo o las finalidades de ninguna de ellas. Aconfesionalidad, laicidad, neutralidad o separatismo[2] aparecen como garantías de libertad para todos sin discriminaciones[3].

Así se desprende de la experiencia norteamericana, donde el derecho de libertad religiosa[4] encuentra su garantía práctica en la Primera enmienda constitucional, que limita la competencia de los poderes públicos en materia religiosa: el juego de las dos cláusulas que sustancialmente articulan la enmienda[5], “al mismo tiempo que consagraba el ideal liberal de la separación entre el Estado y las Confesiones religiosas, lo hacía sin revestirlo de un matiz antireligioso que llevara a una interpretación restrictiva de la libertad”[6]. Una separación en orden a la igualdad y una igualdad ordenada a asegurar la misma libertad para todos[7].

En Europa la laicidad del Estado y la misma libertad de cultos reflejan en sus primeras formulaciones constitucionales una actitud negativa ante la religión, sirven más bien de instrumento para someter a las confesiones. Pero ese criticismo típico del jurisdiccionalismo decimonónico va poco a poco cediendo, a medida que maduran los sistemas democráticos y se abre paso la conciencia de la importancia de los derechos humanos y su necesaria garantía real, no meramente formal; “en este sentido -dice Viladrich-, ha habido en la evolución del tratamiento del factor religioso en las democracias occidentales un natural proceso de desactivación de las actitudes ideológicas de principio”[8].

Por esta senda, la laicidad de negativa y cerrada a la dimensión religiosa, pasa a ser positiva y abierta al pluralismo religioso. La libertad religiosa llega a constituir el tema central del derecho eclesiástico del Estado, el criterio definidor de las relaciones de éste con las confesiones[9]. Esta centralidad de la libertad religiosa recibirá una confirmación concreta en las declaraciones y pactos internacionales de derechos humanos, si bien en éllos la dimensión colectiva de la libertad religiosa es todavía postergada[10], sobre todo si se compara con el amplio tratamiento che recibe en la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II[11].

Y sin embargo la primacía de la libertad sigue siendo aún un ideal teórico que encuentra en la práctica no pocos obstáculos. No me refiero aquí a las situaciones de aquellos países en los que aún no se reconoce este derecho o donde tal reconocimiento no pasa de ser simplemente verbal; me refiero a no pocas situaciones de países con una cierta tradición democrática, suscriptores si no promotores de múltiples convenios de derechos humanos, en los que a mi entender la libertad religiosa encuentra, en diversos momentos de su promoción práctica, obstáculos que no hallan otros derechos fundamentales[12].

Baste un ejemplo: existen partidos políticos de muy diverso signo, y el Estado los sostiene con dinero público; hay sindicatos de diferentes tendencias, y el Estado les ayuda; periódicos de opiniones variadísimas reciben del Estado medios económicos para subsistir; sin embargo, respecto de las confesiones religiosas se sacan a relucir la neutralidad, la laicidad, la separación para negarles cualquier tipo de promoción: tal parece que la libertad religiosa fuera un derecho de segunda categoría[13].

Aunque no sea objeto de estas consideraciones, vale la pena apuntar que el problema es, desde luego, más amplio y profundo: al mismo tiempo que atemperan sus efervescencias revolucionarias, las libertades modernas corren el riesgo de perder sus raíces sociales, de pasar a ser meros reductos de autonomía individual, en lugar de vehículo de aportación personal a la vida comunitaria. Se olvida que son la libertad y la solidaridad de las personas las que están en la base de la concertación social, no al revés[14].

Desde un punto de vista meramente eclesiasticista entiendo que la causa de esta diferencia puede situarse en la pretensión de desplazar el eje del sistema desde la libertad religiosa a otros principios que serían prevalentes: la igualdad, la laicidad, la separación del Estado. Se olvida, entiendo, que estos principios no pueden ser fines en sí mismos sino medios para garantizar mejor la libertad religiosa de todos. Ciertamente pueden suponer, en ciertos casos, un límite práctico de la libertad de algunos, pero es para asegurar esa misma libertad a otros. Cuando en cambio se consideran como principios estatales prioritarios, la extensión de su prevalencia puede fácilmente resultar arbitraria[15].

Libertad religiosa e igualdad[16]

La igualdad jurídica es necesariamente relativa, y esto en diferentes sentidos[17]. De una parte porque no es en sí misma un derecho acabado, no tiene un objeto propio sino que hace relación a los derechos[18], de modo que en general las facultades, prerrogativas, poderes o capacidades que estos comportan sean iguales para todos independientemente, en nuestro caso, de la fe que profesen o de la confesión a que pertenezcan, y en particular que el derecho de libertad religiosa sea el mismo para todos. En este plano de los derechos (del espacio de libertad que garantizan) sí que se puede afirmar que la igualdad exige dar a todos lo mismo: el mismo derecho, la misma libertad, y esto porque su fundamento es el mismo en todos los casos: la igual dignidad natural de todos los hombres.

En segundo lugar, visto lo anterior, la igualdad es necesariamente relativa en el plano de los hechos, precisamente porque la libertad deja de ser tal si se impone a todos la obligación de ejercitarla del mismo modo. Esto parece obvio, cualquiera entiende que permitir una única religión so pretexto de igualdad sería una uniformidad injusta a todas luces. Pero cuando se obstaculiza que los alumnos reciban la educación religiosa que desean (éllos o sus padres), oponiendo que otros no desean recibir ninguna, en realidad se está haciendo lo mismo aunque con apariencias menos radicales: erigir la igualdad en principio absoluto y prevalente que reduce arbitrariamente la libertad, si es que no acaba con ella, por el sistema de imponer las opciones mínimas con el argumento de que son las únicas compatibles con la igualdad[19].

Lo cual es además irreal porque en la práctica ni la libertad ni la igualdad pueden ser absolutas[20] sino que deben integrarse según justicia[21], la cual exige que situaciones de hecho diferentes reciban trato diferente, tanto más cuando esa diferencia es fruto del ejercicio de la libertad: “il volere attuare una perfetta parità o uguaglianza di trattamento giuridico verrebbe necessariamente a significare che lo Stato dovrebbe, in omaggio a pure astrazioni o teorie, disconoscere la concreta realtà dei fatti; il che allo Stato non è concesso, dato che la sua vita e la sua azione si svolgono esclusivamente nel mondo delle realtà”[22]; en este plano la proporcionalidad entre norma y realidad a la que se aplica es exigencia de racionalidad, que implica distinguir entre discriminación y diferencias de trato justificables[23].

Precisamente por realismo la igualdad exige una positiva actuación de los poderes para remover los obstáculos, las diferencias injustas y por tanto discriminatorias, que impiden a los más débiles el efectivo ejercicio de sus derechos, pero esto no equivale a tratar de cancelar cualquier diferencia[24] ni se consigue impidiendo o limitando el derecho de quienes están ya en condiciones de ejercerlo plenamente y según sus preferencias[25].

La igualdad como principio primero y prevalente reduce la libertad religiosa a la simple inmunidad de coacción: su momento negativo primario, que no puede considerarse suficiente en un Estado que se diga promotor y garante del disfrute real de los derechos. En realidad la igualdad jurídica debe mirar a hacer posible en la práctica la variedad, por esto dice Dalla Torre que la igualdad debería más bien formularse como derecho a la diversidad[26], a que, contra el uniformismo, se tengan en cuenta las diferencias de hecho. Su relación con la libertad es primariamente garantizar la igual y real libertad de todos sin privilegios o discriminaciones, impidiendo que las opciones o pretensiones de unos menoscaben la libertad de otros y, como consecuencia, el legítimo pluralismo.

En este sentido sí que la igualdad funciona como límite práctico de la libertad, pero esa función tiene su razón de ser y su medida en la tutela del mismo derecho de libertad religiosa para todos. La relación de equilibrio entre libertad e igualdad puede resumirse en la máxima libertad posible para todos y la mínima igualdad necesaria para garantizarla. En cambio no sería, a mi entender, adecuado un equilibrio que se limitara a garantizar la misma inmunidad de coacción a todas las opiniones religiosas, sin reconocimiento alguno para las concretas manifestaciones vitales de la religión en la sociedad[27].

Libertad religiosa y laicidad del Estado

La laicidad o neutralidad del Estado en materia religiosa, que implica su separación, más o menos explícita, de las instituciones religiosas, surge ‑ya lo vimos‑ como reacción frente a la intolerancia confesional que la historia lamenta y, en definitiva, como mecanismo de tutela de la libertad religiosa para todos. El Estado no hace suya ni se hace él de ninguna confesión, precisamente para jugar el papel que le corresponde de promotor y garante de la libertad religiosa de todos sin diferencias, interesándose por la religión en cuanto dimensión humana que exige libertad en la intimidad y en sus manifestaciones prácticas, individuales y colectivas.

Pero la neutralidad, la laicidad o la separación no pueden ser los principios que definen básicamente la posición del Estado ante la religión, ese papel corresponde al principio de libertad. Aquellos tienen una valencia práctica puramente negativa, de no interferencia, partidismo o concurrencia del Estado en las opciones religiosas de los ciudadanos; la libertad religiosa, en cambio, aunque se traduzca primariamente como incompetencia del Estado sobre esas opciones, exige de él además una actividad positiva en orden a definir, tutelar y promover con justicia los concretos contenidos, no de la religión, pero sí de sus manifestaciones con relevancia social. La laicidad, neutralidad o separación no son derechos por sí mismos (ni de la persona ni del Estado), son principios que caracterizan la actitud del Estado ante las opciones religiosas de los ciudadanos y ante las confesiones de que forman parte[28], pero que no pueden ser definitorios por si solos de esa actitud: deben servir como ulterior garantía de la libertad religiosa, sin referencia a la cual dejan de tener sentido o se convierten en manifestación de estatismo[29].

Cuando se pretende subordinar la libertad religiosa a alguno de los otros principios, entonces la laicidad deja de ser abierta y tiende a convertirse en laicismo, la neutralidad en agnosticismo, la separación en hostilidad. El Estado se hace militante (confesional) de esas actitudes, trasforma lo que deben ser principios jurídicos de garantía, de autolimitaciones en valores sociales de los que él sería el único cabal representante. Se pretende configurar la vida social según lo que son y deben permanecer notas del Estado[30], que caracterizan su actividad precisamente para proteger las libertades sociales de cualquier amenaza, en especial la de un poder político totalitario, caracterizado por la absorción de la sociedad en el Estado. Algo de esto sucede, por ejemplo, cuando se afirma que la escuela pública ha de ser laica porque el Estado lo es[31].

El Estado puede decirse neutral, laico o aconfesional, pero esto no puede significar que su tarea consista en neutralizar la vida religiosa o la presencia social de las confesiones, ni en secularizar la sociedad o promover el agnosticismo de los ciudadanos. Si, como apunta González del Valle, “que el Estado sea aconfesional no significa que pueda partir del presupuesto de que los ciudadanos carecen de religión o de que la sociedad en cuanto tal es arreligiosa”[32], mucho menos puede considerarse investido de una misión secularizadora[33]. A propósito del problema del velo islámico (chador) en las escuelas francesas, observa Berlingò como “talvolta una sorta di parossismo della laicità possa indurre un tentativo di ridurre la diversità mediante una (comunque forzosa anche se indiretta) omologazione dei comportamenti dei cives‑fideles ad un modello prediletto nel quale siano affatto assenti le espressioni esteriori della fede religiosa”[34].

Lo cual sucede, o puede suceder, cuando se olvida el papel central de la libertad religiosa, que no puede ser simplemente un resultado, algo así como un subproducto de la laicidad, neutralidad o separatismo estatales; algo que, en la práctica, más bien se tolera que se promueve positivamente[35]. Por el contrario, como dice Rhonheimer «la cosidetta “neutralità” dello stato si basa su una netta non neutralità rispetto a quei valori fondamentali che formano l’asetto costituzionale, innanzitutto i “diritti dell’uomo”»[36]. Si el bien común y el Estado se definen en función de la persona, los principios del orden estatal no pueden considerarse autónomos o en concurrencia con los derechos humanos, que son su fundamento último.

También en los USA una interpretación maximalista de la no establishment clause, ha llevado a considerar el separatismo como el eje primordial del sistema que define la posición de los poderes públicos ante la religión, con una rigidez que prohibe no ya el trato desigual de las confesiones, o la implicación (entanglement) del Estado con alguna de ellas, sino cualquier clase de promoción o ayuda (directa o indirecta, federal o estatal) de la vida religiosa de los ciudadanos, como si su desarrollo o la satisfacción de los intereses religiosos no pudiera tener ninguna relación con el desenvolvimiento de la convivencia social, cuando la realidad y la historia demuestran lo contrario[37]. Ciertamente la idea sobre el papel social de la religión de quienes introdujeron la Primera enmienda, y la intención que les movió a introducir esa cláusula, eran muy diferentes, ya que para ellos prohibía el trato discriminatorio y la injerencia, pero no la ayuda[38].

De este modo una separación que miraba a proteger la libertad religiosa frente a los poderes públicos viene a convertirse en desconocimiento de la dimensión social del hecho religioso, de modo que la libertad religiosa tiende a ser protegida “only to the degree that it has any social consequences”[39], dándose la paradoja de que mientras se admite, lógicamente, que la free exercise clause pueda sufrir restricciones por razón de intereses sociales prevalentes, la separación no estaría limitada por ese mismo tipo de intereses, de modo que las ayudas sociales del Estado no podrían servir para satisfacer de ningún modo los intereses religiosos de los ciudadanos, ni siquiera para sostener actividades simplemente benéficas si están promovidas por alguna confesión.

Es en definitiva el prejuicio de que la libertad religiosa solo puede ser entendida desde el relativismo, la arbitraria presunción de que quien se considera en la verdad (y más aún en la verdad religiosa) es necesariamente intolerante o al menos sospechoso; como si el indiferente o el escéptico no esgrimieran razones para defender sus posturas y estuvieran exentos de toda sospecha. Intolerancias las ha habido de todas clases y no solo de signo confesional[40]; esta es una razón más para dudar que la laicidad del Estado pueda garantizar cabalmente una libertad religiosa que le estuviera subordinada y como engendrada por élla[41]. En este contexto, cabe “el peligro de que el ateísmo llegue a ser la medida de la neutralidad y de la tolerancia”[42], pues se lo considera su presupuesto.

Por el contrario, es la neutralidad que no se limita a su papel de promotora de la libertad la que necesariamente deja de ser tal, con el peligro de absolutizarse hasta la tiranía, precisamente porque, como observa D’Agostino, “un potere ‘neutrale’ non è però un potere relativizzato o relativizzabile; anzi deviene un potere non più contestabile, perché proprio a partire della sua neutralità esso afferma di essere in grado di assorbire qualunque pretesa, di assolvere a qualunque compito, di riconoscere qualunque istanza e quindi di pretendere una compiuta ubbidienza”[43].

Religión, bien común y orden público

En el fondo, más allá de las disquisiciones técnicas sobre el juego de equilibrio entre los principios de derecho eclesiástico, está la cuestión del valor que se concede a la religión, a la dimensión e intereses religiosos del hombre, en la vida social. Sólo cuando se reconoce que es parte del bien común, no una simple cuestión privada, se está en condiciones de entender la importancia real de la libertad religiosa. Los derechos humanos no son estuches vacíos[44], son ámbitos positivos de la vida que cada cual debe poder desarrollar con la mayor libertad posible, corresponden a dimensiones e intereses de la persona, sujeto principal de la comunidad social y que sólo en ella (en la solidaridad) puede crecer como persona[45].

El bienestar o la felicidad no son nunca algo meramente individual ni meramente colectivo, participan de ambas dimensiones porque así es el hombre[46]. Por otra parte la religión no es un compartimento estanco de la vida humana: la ilumina y se manifiesta en todas sus facetas, por eso no es suficiente una libertad que excluya sus manifestaciones sociales.

Los principios de igualdad y laicidad exigen que el Estado considere a todos los individuos como ciudadanos (iguales en dignidad y derechos) y no como creyentes de una u otra religión o de ninguna, e igualmente que trate a todas las confesiones como tales, es decir, como sujetos colectivos de la religión y por tanto de la libertad religiosa, sin entrar a juzgar sobre la veracidad o falsedad del credo que predican, o preferir discriminatoriamente a una sobre las otras. Pero no significan que deba adoptar, y menos difundir, una posición negativa o minimalista ante la religión, ni que sea indiferente ante las exigencias concretas y sociales que la satisfacción de los intereses religiosos de los ciudadanos comporta. Como no lo es en otras materias.

Ahora bien, cualquier respuesta de naturaleza jurídica a los problemas que hemos señalado, requiere una adecuada noción de orden público y de bien común, en definitiva de los criterios con los que el Estado de una sociedad plural debe aproximarse a las iniciativas, grupos o conductas que son fruto o expresión del ejercicio de las libertades. En nuestro caso de la libertad religiosa.

En la noción de orden público se engarzan, en lo irrenunciable, vida social y ordenamiento jurídico, o si se prefiere constitución material‑social y constitución jurídico‑formal. En este diálogo encuentran los derechos fundamentales la tutela positiva y eficaz de su contenido esencial y los límites necesarios que garantizan a todos su disfrute pacífico y ordenado.

A su vez, el orden público es parte del bien común, su núcleo fundamental, el conjunto de bienes y valores indispensables para la vida de la sociedad, sin los cuales ésta se deteriora hasta hacerse imposible. La línea de frontera entre bien común y orden público no es claramente definida y nítida, pero entiendo que pueden hacerse dos consideraciones al respecto. La primera es que no pueden invocarse como de orden público principios, valores o fines puramente estatales sino en la medida en que hacen relación a la tutela efectiva de los derechos de la persona; es decir, que el Estado (definidor y garante del orden público) no puede perseguir objetivos o fines propios con independencia o en contra del bien de la sociedad. Por eso la laicidad, neutralidad o separación del Estado encuentran su razón de ser en la protección de la libertad religiosa. La segunda es que el orden público estará mejor tutelado en la medida en que el Estado promueva positivamente el entero bien común de la sociedad y no se limite a intervenir para proteger su núcleo fundamental.

Obviamente el bien común que debe promover el Estado no es el bien de unos (pocos o muchos) y no el de otros, ni puede ser definido a priori en base a criterios ideológicos, o a utopías político-sociales, de esas que exigen el sacrificio del presente a un futuro paraíso[47]. A mi entender el bien común es el bien de las personas en sociedad, la buena convivencia entre personas en el ejercicio solidario de los derechos. Forman parte de él todos aquellos factores que efectivamente contribuyan a hacer la vida ciudadana más justa, pacífica y enriquecedora para sus miembros en todos los órdenes.

En este contexto, captar lo positivo de la religión, su bondad para la vida social, no significa adoptar  oficialmente una religión positiva, o que el Estado, sus leyes, deban entrar en aquellos aspectos de la vida religiosa que por naturaleza le escapan; se trata de reconocer desde el ser del Estado y del derecho civil la relevancia social de las concretas opciones religiosas presentes, su importancia para el bien común y para la misma subsistencia de la sociedad[48].

El hombre aprende a cultivar las actitudes, virtudes y valores de convivencia en los ambientes y relaciones, comunidades o grupos que forman el tejido social y que el Estado no es capaz ni de crear ni de sustituir, pero que puede promover guiado por criterios objetivamente civiles: el servicio que prestan a determinados ciudadanos y los frutos de convivencia y solidaridad que aportan a la sociedad. Una actitud de este tenor ante las manifestaciones sociales de la religión, es la que debe definir, me parece, la laicidad del Estado. Un Estado que no se entiende a sí mismo como fuente y fundamento de la ética ciudadana, pero que trata de captar, tutelar y favorecer aquellos comportamientos que construyen la vida social, mientras se opone a los que la destruyen. Este es, según creo, el criterio fundamental de la moral pública y por eso del orden público: algo es bueno en tanto en cuanto favorece actualmente las relaciones de convivencia y es rechazable en la medida que las degrada.

Un criterio civil, conviene insistir, que puede servir para reducir civilizadamente las inevitables tensiones que el pluralismo origina, en cuanto juzga las diversas opciones, no adoptando una de ellas como paradigma (lo que sería reductivo para las demás), ni tampoco según prejuicios ideológicos o fideísticos sobre su bondad o malicia social, o en razón de su utilidad para los “altos fines del Estado” y la grandeza nacional, sino en relación con el bien o el perjuicio, reales y efectivos, que comportan para la convivencia ciudadana[49].



* Publicado en Revista Chilena de Derecho (2003) 103-112.

[1] Esta concepción está aún vigente en algunos países, sobre todo de mayoría musulmana, frecuentemente caracterizados por un notable nacionalismo.

[2] Si bien estos concepto no son sinónimos, todos ellos apuntan a dar nombre a una misma realidad: la no confesionalidad. Su significado y alcance jurídicos puede ser equivalente, todo depende del contenido que se les atribuya en la práctica, sobre todo en relación a la cooperación entre el Estado y las confesiones. Vid. al respecto M.J. Roca, La neutralidad del Estado: fundamento doctrinal y delimitación en la jurisprudencia, en «Il Diritto Ecclesiastico» (en adelante IDE) (1997) Parte I, p. 406, nota 3.

[3] La proclamación y formulación concretas de los derechos civiles, no son la directa plasmación de las ideas filosóficas que los fundamentan, en buena parte muy anteriores a aquéllas, son en primer lugar una respuesta técnica, político jurídica, frente a la experiencia histórica de su negación. También su concreta interpretación y aplicación reflejan, y a la vez han conformado, el pensamiento, la sensibilidad, las tradiciones y el derecho constitucional de cada país (Cf. M. Rhonheimer, Perché una filosofia politica? Elementi storici per una risposta, en «Acta Philosophica», I (1992) p. 243-244).

[4] Formulado en la Sección 16 de la Declaración de derechos de Virginia (1776), donde se afirma que “todos los hombres tienen igual derecho al libre ejercicio de la religión, de acuerdo con los dictados de su conciencia”, para poder cumplir según la razón y sin violencia “el deber que tenemos para con nuestro Creador”, en J. Hervada - J.M. Zumaquero, Textos internacionales de derechos humanos, Pamplona 1978, p. 34.

[5] “Congress shall make no laws respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof”. Sobre su interpretación vid. R.S. Alley (ed.), The Supreme Court on Church and State, New York-Oxford 1988.

[6] P. Lombardía, Síntesis histórica, en AA. VV., Derecho Eclesiástico del Estado español, Pamplona 1980, p. 77. Vid. J.M. González del Valle, Derecho Eclesiástico Español, 2ª ed., Madrid 1991, p. 158-160.

[7] Cf. J.E. Wood, Jr., The U.S. Supreme Court’s interpretation of the religion clauses the First Amendment, en «Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado» (en adelante ADEE) (1990) p. 409.

[8] Los principios informadores del Derecho eclesiástico español, en AA. VV. Derecho eclesiástico del Estado español, Pamplona 1980, p. 226. Vid. J. Ferrer, Laicidad del Estado y cooperación con las confesiones, en «ADEE» (1987) p. 239-240.

[9] Cf. F. Ruffini, Corso di Diritto ecclesiastico italiano. La libertà religiosa come diritto pubblico subiettivo, Torino 1924, p. X-XI, 4 y passim; Id. La libertà religiosa. Storia dell’idea, Torino 1901. La consideración de la libertad religiosa como derecho personal y como principio definidor del Estado en sus relaciones con la religión como factor social, ha sido desarrollada por Viladrich con referencia a la Constitución española (Los principios informadores del Derecho eclesiástico español, en AA.VV., Derecho Eclesiástico del Estado español, Pamplona 1980, p. 251 ss.), construyendo una teoría de los principios de derecho eclesiástico que en realidad puede aplicarse a cualquier Estado democrático. Al hablar de la relación entre el derecho y el principio de libertad religiosa Viladrich advierte que “siendo la naturaleza de toda persona, su dignidad y libertad, realidades preeminentes respecto del Estado, éste se configura -si es respetuoso con los derechos humanos- a la luz y al servicio del hombre, y no al revés. Por ello mismo, el principio de libertad religiosa, como principio configurardor del Estado, depende en su fundamento y significado del derecho de libertad religiosa, de igual modo que el Estado encuentra su correcta identidad y misión a la luz y al servicio de la persona.

“La correlación persona-Estado está, por tanto, en la base de la distinción entre derecho y principio de libertad religiosa. Del modo como concibamos la primera, se resuelve necesariamente la segunda. Y así, de la misma manera que en la correlación persona-Estado se ventilan conceptos tan importantes como sociedad, bien común y orden público, también en la distinción entre derecho y principio de libertad religiosa quedan éstos involucrados” (ibid., p. 261-262). Cf. J.M. González del Valle, Derecho Eclesiastico..., cit., p. 143.

[10] Cfr. entre otros Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 1948), art. 18; Convenio para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (Consejo de Europa, 1950), art. 9 y Protocolo adicional 1º (1952), art. 2; Pacto internacional de Derechos civiles y políticos (ONU, 1966), art. 18; Convención Americana de Deechos Humanos (S. José de Costa Rica, 1969), art. 12. En todos ellos se reconoce el derecho de practicar y difundir la religión individual y colectivamente, pero no se mencionan las confesiones religiosas. Tímidamente se refiere a éllas la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones (ONU, 1981), art. 6 i); de todas formas, en la práctica, se reconoce a las confesiones la titularidad del derecho. Vid. J.M. González del Valle, El Estado y la financiación de las confesiones, en «Ius Canonicum» (1993) p. 124; J. Matínez-Torrón, El derecho de libertad religiosa en la jurisprudencia en torno al Convenio europeo de Derechos Humanos, en «ADEE» (1986) p. 403-496; G.M.Morán, Contribución al estudio del derecho eclesiástico internacional, en «ADEE» (1991) p. 49-78; L. Navarro M., Dos recientes documentos  de las Naciones Unidas sobre la tutela de la libertad religiosa, en AA.VV., Las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del Profesor Pedro Lombardía, Madrid 1989, p. 197-209.

[11] Cf. C. Soler, La libertad religiosa en la Declaración conciliar “Dignitatis Humanae”, en «Ius Canonicum» (1993) p. 21-24. Los documentos de la OSCE han ido tomando progresivamente en consideración a las confesiones religiosas, especialmente en el Documento conclusivo de la reunión de Viena de 1989, Arts. 16 y 32; cf al respecto J. Joblin, Liberté religieuse e l’Acte final de Helsinki, en «Apollinaris» (1992), p. 352-353.

[12] “In vari Paesi norme legali e prassi amministrative limitano od annullano di fatto i diritti che formalmente le Costituzioni riconoscono ai singoli credenti ed ai gruppi religiosi” (Juan Pablo II, Mensaje para la jornada mundial de la paz de 1988, 8.XII.1987, n. 2).

[13] Siguiendo a Scheuner, González del Valle observa que “son cosas distintas los fines e intereses estatales y los fines e interese públicos. Los partidos políticos y los sindicatos, por ejemplo, tienen objetivos e intereses propios que no cabe identificar con los fines e intereses del Estado; pero no por ello cabe calificar a esos objetivos e intereses como fines e intereses privados. Lo propio acontece con los fines e intereses de las confesiones religiosas”, (Confesiones religiosas, en AA.VV., Derecho eclesiástico del Estado español, 3ª ed., Pamplona 1993, p. 235-236).

[14] Para todo este tema, vid. A. Llano, Humanismo cívico, Barcelona 1999.

[15] Sobre la centralidad del principio de libertad religiosa como el más idóneo para el pleno reconocimiento y tutela del derecho de libertad religiosa, vid. P.J. Viladrich - J. Ferrer, Los principios informadores de Derecho eclesiástico español, en AA.VV., Derecho eclesiástico del Estado español, 3ª ed., Pamplona 1993, p. 184. Cf. J.M. González del Valle, Derecho Eclesiástico..., cit., p. 141.

[16] El principio de igualdad trasciende el campo del derecho eclesiástico, que es un ámbito concreto sobre el que se proyecta, con los matices propios que la religión como hecho social implica. En este ámbito de la relación entre libertad e igualdad en materia religiosa se mueven mis consideraciones. Una breve sistematización de doctrina y jurisprudencia sobre el principio de igualdad en el ordenamiento español, puede verse en A. Fuenmayor, Alcance del principio constitucional de igualdad, en «Humana Iura», (1992) p. 245‑266. Cf. A. Viana, La igualdad constitucional en el régimen jurídico español sobre confesiones religiosas, en «ADEE» (1987) p. 377-382.

[17] Cf. F. Rubio LLorente, La igualdad en la jurisprudencia del Tribunal constitucional. Introducción, en «Revista española de Derecho constitucional» (1991) p. 9-36.

[18] Podrá decirse que hay un derecho a la igualdad de derechos o en derechos, a la igualdad de trato jurídico, a la igualdad ante la ley o en la ley, pero siempre será algo relativo. También a la libertad.

[19] No sin ironía observa Finocchiaro, comentando la disputa legal sobre la enseñanza religiosa en Italia, que “all’ombra del diritto di libertà religiosa, sono tentate tutte le possibili vie giurisdizionali, al fine di interpretare  le norme di derivazione concordataria sull’inseganmento della religione nel senso più restrittivo” (L’art. 700 c.p.c. come mezzo per la censura sui libri di testo delle scuole pubbliche; a proposito dell’insegnamento della religione cattolica, en «Giustizia Civile», (1990) p. 2695).

[20] Cfr. Sundbom, Über das Gleichheitprinzip als politisches und ökonomisches Problem, Berlín 1962, p. 22.

[21] En este sentido dice Llamazares que la justicia es igualdad en la libertad (Derecho Eclesiástico del Estado, 2ª ed., Madrid 1991, p. 45-46); cf. S. Cotta, Primato o complementarietà della giustizia, en «Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto», (1973) p. 621‑632.

[22] F. Ruffini, Corso di Diritto..., cit., p. 424. Es bien conocido el pasaje del maestro italiano donde observa con realismo que el verdadero principio de paridad y justicia no consiste en dar a todos lo mismo, sino a cada uno lo suyo, porque “trattare, come già diceva il vecchio Ahrens, in modo uguale rapporti giuridici disuguali è altrettanto ingiusto quanto il trattare in modo disuguale rapporti giuridici uguali” (Libertà religiosa e separazione fra Stato e Chiesa, en Scritti giuridici dedicati a G. Chiorini, Torino 1915, p. 272). Cf. S. Cotta, Né giudeo né Greco, ovvero della possibilità della uguaglianza, en «Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto» (1976) p. 331-342.

[23] Cf. Rubio Llorente, La igualdad..., loc. cit., p. 31; J. Hervada, Diez postulados sobre la igualdad entre el varón y la mujer, en «Persona y Derecho» (1984) p. 347-352.

[24] Mucho menos cuando sea consecuencia natural de una libre opción de los interesados; por eso no considero que quien, en el ejercicio de su libertad religiosa, elige no pertenecer a ninguna confesión, pueda considerarse discriminado frente a quienes, por pertenecer a alguna de éllas, se sitúan en posiciones jurídicas activas protegidas por la ley (p.e. la asistencia religiosa).

[25] Este es el caso, por ejemplo, de la sentencia de la Corte Costituzionale italiana del 11 de abril 1989, que al considerar discriminatoria cualquier actividad escolar alternativa a las clases de religión católica, ha exasperado hasta la aporía el equilibrio libertad‑igualdad, dando “luogo ad un problema irrisolvibile”, como dice Finocchiaro, pues en ese contexto exagerado cualquier alternativa, incluso la ausencia de alternativa, habría de considerarse discriminatoria, “giacché la discriminazione si compie tutte le volte in cui le classi si sdoppiano, perché alcuni alunni partecipano all’ora di religione, mentre altri si allontanano per svolgere attività scholastiche  d’altro genere o per darsi al dolce far niente” (F. Finocchiaro, L’art. 700..., cit., p. 2693).

[26] Il primato della coscienza, Roma 1992, p. 292.

[27] Cf. F. Onida, Uguaglianza e libertà religiosa in Italia, oggi, en «ADEE» (1991) p. 263-269.

[28] Sobre la laicidad como actitud personal ante Dios y ante el mundo vid. F. D’Agostino, Il diritto come problema teologico, Torino 1992, p. 91-112.

[29] Sobre el carácter relativo de la neutralidad, vid. M.J. Roca, La neutralidad del Estado…, cit., p. 419.

[30] “Stati -dice Dalla Torre- che tendono ad incidere con provvedimenti legislativi -e quindi attraverso la coattiva imposizione di modelli di comportamento, conseguentemente destinati a divenire diffusamente sentiti nel corpo sociale-, sopra il patrimonio morale, sulle manifestazioni ideali, sugli orientamenti di valore dei cittadini” (Il primato… cit., p. 80).

[31] En este axioma se inspira, entre otros, el sistema escolar francés. Sobre su implantación y situación actual vid. respectivamente G. Sicard, La laïcité de Jules Ferry, en AA.VV., La laïcité au défi de la modernité, (J.B. d’Onorio ed.), Paris 1990, p. 73-99; J.M. Lemoyne de Forges, La religion dans l’école laïque, ibid., p. 145-170. Vid. et L. Governatori Renzoni, La separazione tra Stato e Chiese in Francia, Milano 1977, p. 239-256.

[32] Confesiones religiosas, en AA.VV., Derecho Eclesiástico del Estado español, 3ª ed., Pamplona 1993, p. 236

[33] Dalla Torre, al tiempo que considera el uso jurídico del concepto de laicidad del Estado equívoco e inútil, detecta los peligros de su elevación a principio supremo, por obra de la Corte Costituzionale italiana, “nel senso che se la formale qualificazione come laico del nostro Stato costituirebbe un concreto indice del grado di secolarizzazione cui si è giunti, d’altra parte la formale affermazione del relativo principio potrebbe, negli anni a venire, rappresentare una sorta di ‘grimaldello’ con cui progressivamente espungere dal nostro ordinamento norme ed istituti, nei quali si riflette attualmente la rilevanza giuridica del fatto religioso” (Il primato..., cit., p. 37, cf. p. 68). Cf. P. Cavana, Interpretazioni della laicità, Roma 1998, p. 49.

[34] La relaciones entre el Estado y las confesiones minoritarias, en «ADEE» (1998), p. 68. Cursivas del autor.

[35] Esta parece ser la orientación de la legislación española en materia de enseñanza religiosa: cf. C. De Diego-Lora, La enseñanza religiosa escolar después de los Acuerdos de 1992 con Federaciones religiosas no católicas, en «Ius Canonicum» (1993), p. 115. Vid. J.T. Martín de Agar, Tolerancia y libertad, en AA.VV «Escritos en honor de Javier Hervada», Pamplona 1999, p. 931‑939.

Algo semejante está sucediendo en la jurisprudencia constitucional italiana, que al proclamar la laicidad del Estado como un principio supremo del orden constitucional, considera la libertad religiosa como un valor integrante, en definitiva subordinado, de la laicidad del Estado. De aquí que en la controversia en torno a las clases de religión católica, se haya tomado como punto de referencia decisivo, no el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación religiosa deseada (que el Estado debe asegurar), sino el derecho de quienes no desean esa educación, cuya total garantía no sufre que se les puedan proponer actividades escolares alternativas: la elección sólo respetaría su libertad si consiste en clase de religión o nada (Sent. Corte Cost., 11 abril 1989, en «Giurisprudenza Costituzionale» (1989) p. 890-903); un stato di non obbligo que a su vez debe incluir la facultad de “allontanarsi o assentarsi dall’edificio della scuola” (Sent. Corte Cost., 11 enero 1991, en «Giurisprudenza Costituzionale» (1991) p. 77-84). Lo cual puede sin duda ser justo en sí mismo, pero en el cuadro de una rígida organización escolar, como es la italiana, conduce en práctica a la marginalización de la enseñanza religiosa.

En el mismo sentido se orientan las Ordenanzas del Tribunale Amminstrativo Regionale de Emilia Romagna del 1 agosto 1992, nn. 470 y 471, en cuanto consideran educativas las actividades culturales, deportivas, recreativas, las visitas turísticas, la asambleas de estudiantes, etc., pero excluyen la libre participación en actos de culto: en «IDE» (1992) Parte II, p. 393‑394, y el comentario de A. Bettetini, Osservazioni in tema di libertà religiosa e di atti di culto (ibid. p. 395‑399). Vid. et P. Cavana, Atti di culto nella scuola pubblica e principio di laicità, en «IDE», (1992) Parte I, p. 158‑179.

[36] Perché una filosofia..., cit., p. 246. Cf. J. Hervada, Derecho natural, democracia y cultura, en “Persona y Derecho”, 6 (1979) p. 203.

[37] Cf. G. Goldberg, Church, State and the Constitution, Washington 1987. “Il separatismo nordamericano può considerari oggi sensibilmente diverso rispetto a quello originario fondato su un netto protezionismo religioso” C. Cardia, Stato e confessioni religiose, Bologna 1988, p. 23.

[38] Cf. G.V. Bradley, Chruch-State relationships in America, Connecticut 1987. Según este autor fué el caso Everson v. United States (1947) el que señala un giro en la jurisprudencia sobre la materia, al interpretar la Corte Suprema que “the ‘establishment of religion’ clause of the First Amendment means at least this: Neither a state nor the Federal Government can set up a church. Neither can pass laws which aid one religion, or prefer one religion over another... No tax in any amount, large o small, can be levied to support any religious activities or institutions, whatever they may be called, or whatever form they may adopt to teach or practice religion... In the words of Jefferson, the clause against establishment of religion by law was intended to erect ‘a wall of separation between church and State’” (ibid. p. 1). Bradley demuestra que esta interpretación maximalista no corresponde con la mente de los legisladores ni con la aplicación efectiva de esa claúsula hasta el caso citado; responde por el contrario al prejuicio de considerar la religión como causa de conflictos sociales cuya relevancia social conviene por tanto reducir al mínimo. Sobre la paradójica doctrina de esta decisión F. Onida, Uguaglianza e libertà religiosa nel separatismo statunitense, Milano 1970, p. 41 y 62-71. P. Lombardía apunta que “la libertad religiosa ha sido concebida en Estados Unidos, hasta la mitad del presente siglo, con innegable amplitud... El problema se planteará mucho más tarde ‑en la segunda mitad de nuestro siglo‑, cuando la dificultad no sea ya la pluralidad de confesiones, sino el conflicto entre creyente y ateos” (Síntesis histórica, en AA.VV., Derecho Eclesiástico del Estado español, Pamplona 1980, p. 77).

[39] J.E. Wood, Jr., The U.S. Supreme..., cit., p. 410. Esta tendencia parece hoy en vías de revisión (ibid., p. 411); cf. R.A. Destro-G.M. Morán, Sentencias decididas por el Tribunal Supremo norteamericano sobre Libertad religiosa en 1986, 1987 y 1988, en «ADEE» (1989) p. 319-341.

[40] Ruffini constata desde el punto de vista histórico que lo mismo que en no pocos casos la ‘intolleranza ecclesiastica’ se trasformó por razones políticas en ‘intolleranza civile’, también el ateismo ha dado en los mismos excesos: “Non s’è visto difatti la Rivoluzione francese dare al mondo questo spettacolo, sommamente significativo, della miscredenza diventata alla sua volta intollerante e persecutrice?” (Corso di Diritto..., cit. p. 134; cf. Id., Relazioni tra Stato e Chiesa, Bologna 1974, p. 154). Sobre las raíces tanto religiosas como seculares de la intolerancia, vid. J. Martínez‑Torrón & R. Navarro‑Valls, The Protection of Religious Freedom unde the ‘European Convention on Human Rights’, en «Revue Générale de Droit» (1998) p. 320‑321.

[41] Cf. J. Morange, Laïcité selon le droit de la IIIe a la Ve République, en la obra colectiva La laïcité au…, cit., p. 102-119.

[42] Como, a propósito de la Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán de 16 de mayo 1995, señala R. Puza, La Cour Costitutionelle, la Bavière et le Crucifix dans les ècoles, en «Revue de Droit Canonique» (1995) p. 379.

[43] Il diritto come..., cit., p. 188-189. Bajo la autocalifación de neutrales se presentan, p. e., los órganos de prensa o las escuelas y planes educativos del Estado, cuando en realidad la neutralidad exigiría que los poderes públicos se limitaran a intervenir, sobre todo en el terreno de los recursos materiales, para hacer accesibles a todos una información y una educación plurales e independientes, lo cual es verdaderamente difícil cuando los poderes se consideran competentes para decidir sobre los contenidos de estos servicios.

[44] “On ne peut jamais oublier que les garanties accordées par la societé politique à certains actes le sont parce que l’être hereux avec d’autres et pour cette raison” (J.M. Meyer, Droit et moralité, en «Anthropotes» (1987) p. 60).

[45] Como dice A. Llano “lo primero y sustantivo es la libertad concertada: el dinamismmo ascendente… Lo derivado ‑y, en cierto modo adjetivo‑ es la concreta estructuración política… La libertad va siempre de abajo a arriba. Brota de las energías vitales de las personas que tienen capacidad de entrelazar sus finalidades para hacer que emerjan fines comunes… El ideal de la sociedad democrática no es la democracia misma, sino la libertad social como empeño comprometido en la realización de los valores comunitarios. Porque es la libertad concertada la que constituye y legitima a la autoridad pública, y no la inversa” Humanismo cívico, cit., p. 106‑107.

[46] Según Rhonheimer, Aristóteles enseña que “dalla determinazione della mia felicità, da ciò quindi che rende buona e felice la vita di un singolo uomo, dipende la conoscenza di ciò che rende ‘felice’, cioè buona, giusta e bene ordinata l’insieme della polis” (Perché una filosofia..., cit. p. 236). Esto no quiere decir que la busca de la felicidad no sea algo personalísimo. Todos sabemos que la felicidad la labramos con nuestros actos, el bien y el mal los hacen las personas; las cosas o las circunstancias sólo pueden hacernos un bien o un mal relativos, somos nosotros los que nos decidimos a amar, y en el amor está la felicidad; que será verdadera y estable en la medida en que lo sea nuestro amor y lo que amamos. En definitiva la libertad es libertad para amar, para tratar de conseguir y disfrutar lo que consideramos amable.

[47] Vid. en este sentido la Declaración conciliar Dignitatis humanae (n. 7c)

[48] En este sentido el Papa Juan Pablo II observa cómo “a nessuno può sfuggire che la dimensione religiosa, radicata nella coscienza dell’uomo, ha una incidenza specifica sul tema della pace e che ogni tentativo di impedirne o coartarne la libera espressione si ritorce inevitabilmente, con gravi compromissioni, sulla possibilità dell’uomo di vivere serenamente con i suoi simili”, por el contrario “la fede religiosa, facendo sì che l’uomo comprenda in modo nuovo la propria umanità, lo porta a ritrovarsi pienamente, mediante il dono sincero di sé, a fianco degli altri uomini (cf. Id., enc. Dominum et Vivificantem, 59). Essa avvicina ed unisce gli uomini, li affratella, li rende più attenti, più responsabili, più generosi nella dedizione al bene comune” (Mensaje para la jornada mundial de la paz de 1988, 8.XII.1987, n. 3). Efectivamente, la sumisión a la autoridad y la obediencia a las leyes encuentran su fundamento más estable en la conciencia religiosa, mientras las pretensiones de fundar en el Estado (en las instituciones) los valores necesarios para la convivencia (la ética de Estado), han dado resultados desastrosos. Sobre la relación cristianismo-Estado democrático vid. J. Ratzinger, Ctristianismo y democracia pluralista, en “Scripta Theologica”, 16 (1984) p. 815-829.

[49] Esto así porque mientras disentimos sobre el modelo teórico de sociedad deseable, podemos juzgar con más acuerdo sobre si los resultados tangibles de las diversas tendencias y conductas, contribuyen en mayor o menor medida a hacer más justa, pacífica, benéfica para todos la vida en sociedad. En la historia acelerada que vivimos, las consecuencias sociales de un comportamiento determinado no tardan en manifestarse.