los principios del Derecho eclesiástico del Estado*

José T. Martín de Agar

Pontificia Università della Santa Croce. Roma

 

1. Introducción

Una de las batallas que debe librar cualquier especialidad jurídica, que entienda afirmar su carácter de rama particular del tronco común del derecho, es la de establecer la singularidad de su objeto y delimitar los principios particulares que la inspiran y le dan una fisonomía propia[1].

El Derecho eclesiástico del Estado se está introduciendo como área y especialidad de estudio en no pocos países de Europa centro‑oriental y del mundo latino; prueba de la sensibilidad y madurez con que se están afrontando los problemas relacionados con la libertad religiosa a nivel individual y comunitario.

Se ha discutido asaz sobre cual sea el objeto preciso de esta rama del derecho. La historia y la doctrina enseñan que ha habido una evolución desde un planteamiento institucional (que considera sobre todo las relaciones Estado-confesiones religiosas) a un derecho eclesiástico entendido como legislatio libertatis (cuyo objeto sería la libertad religiosa o la de conciencia). En realidad todas estas materias se pueden considerar objeto del Derecho eclesiástico del Estado, en cuanto a éste le interesan todas las manifestaciones de la dimensión religiosa del hombre en cuanto tengan que ver con el justo orden de la comunidad civil[2]. Como dice Hervada, “que el Derecho Eclesiástico estudia el fenómeno religioso desde la perspectiva del Estado, quiere decir, en línea de principio, que al Estado le interesa este fenómeno en cuanto tiene relevancia en la comunidad política”[3].

Como se ve, la primera y fundamental peculiaridad del Derecho eclesiástico estatal es que tiene como materia propia lo religioso. Desde luego no la religión en cuanto tal (como manera de entender las relaciones del hombre con Dios), pero sí las peculiares manifestaciones y relaciones jurídico-civiles originadas por los diferentes modos de entender y vivir la relación del hombre con lo divino y trascendente, o sea de la vida y actividad religiosa de los ciudadanos y de las confesiones. Como sigue explicando Hervada el Derecho eclesiástico no tiene “por objeto el fenómeno religioso en sí, sino la proyección civil de lo religioso”[4]. El Derecho eclesiástico contempla el factor religioso desde una perspectiva particular y propia: en cuanto da lugar a relaciones jurídicas relevantes para el derecho civil.

Más estrictamente, habría que añadir que el derecho eclesiástico lo es en la medida en que tiene en cuenta lo específico y proprio de la dimensión religiosa del hombre, es decir en cuanto considera que la religión da lugar a comportamientos, actitudes, relaciones, agrupaciones, modos de vida típicos y característicos que requieren por ello un tratamiento jurídico particular.

Esta perspectiva particular implica un modo, una manera de ponerse el Estado ante el hecho religioso. Una actitud que no es la de sujeto de la religión ni la de líder religioso, ni la de organizador de la vida religiosa de los ciudadanos, sino simplemente la de Estado, es decir, el conjunto de poderes e instituciones llamados a promover y tutelar el orden justo de la convivencia civil. Bajo este solo título está legitimado a intervenir en la reglamentación del factor religioso.

2. Los principios del Derecho eclesiástico

Son aquellos principios jurídicos generales que definen la posición del Estado y que inspiran su actuación, en relación con la vida religiosa (individual y colectiva) de los ciudadanos[5]. Constituyen de alguna manera la expresión jurídica de los valores supremos que el Estado se propone realizar, promover y tutelar en relación con la específica materia religiosa[6].

En este sentido la función que cumplen los principios del Derecho eclesiástico de un Estado es similar al que cumplen los principios generales de las demás ramas del derecho.

En primer lugar son principios que inspiran la actividad estatal (legislativa, administrativa o judicial), la orientan en la captación de las características típicas del hecho religioso y de las exigencias de un trato jurídico específico que la materia requiere ante el orden civil.

Cumplen también el papel de integrar sistemáticamente el derecho del Estado relativo a la vida religiosa (individual o colectiva) de los ciudadanos. Dan unidad y coherencia al ordenamiento estatal de esa materia, le dan su configuración peculiar y distintiva, lo hacen sistemático y completo.

En fin, los principios cumplen la función de criterio hermeneútico para interpretar y armonizar las diversas normas relativas al factor religioso y para suplir las lagunas del ordenamiento.

Como dice Viladrich los principios de Derecho eclesiástico no tienen porqué aparecer necesariamente como enunciados explícitos de orden constitucional (no se encuentran necesariamente expresados en la Constitución), son más bien deducciones científicas (hechas por los autores) a partir del análisis de la concreta ordenación de la cuestión religiosa en un país determinado.

Es cierto que en este análisis ocupan un lugar de primer orden las normas constitucionales, y lo es también que muchas veces el constituyente ha querido constitucionalizar determinados valores. Pero sería incompleta una exposición de los principios que se limitase al examen de las normas constitucionales, sin tener en cuenta de su desarrollo normativo y jurisprudencial que serán los que revelen el espíritu i los criterios (o sea, los principios) que efectivamente se siguen para aplicar en la práctica los dictados constitucionales[7].

Además, los principios hacen de puente entre la realidad social y el derecho, son la traducción jurídica de los valores presentes, sentidos y vividos en la sociedad, por esto su captación y definición “prospetta peculiari questioni di metodo, dovendosi per così dire accertare la vigenza o l’effettività nel diritto positivo di un principio essenzialmente politico, e quindi metagiuridico… Ne deriva la necesssità di una ricerca capace di cogliere correttamente gli ineludibili nessi fra jus positum e valori o principi metagiuridici che, storicamente, non soltanto ne costituiscono il fondamento e la legittimazione, ma ne definiscono altresì -in modo specifico- la forma e il quadro di riferimento concettuale[8].

Lógicamente cada ordenamiento nacional se inspira en sus peculiares principios a la hora de regular el factor religioso. Esto hace que una reflexión como quiere ser la mía, de orden general, no pueda pretender una validez universal, directa y unívoca y más bien deberá permanecer en el plano de la teoría general de las fuentes del derecho y poco más. Aún así me parece que los muchos elementos culturales (también político‑jurídicos) comunes a muchos países permiten hacer reflexiones concretas y, en cierto modo, válidas con independencia del país al que se refieran.

Lo mismo que es un hecho que cada nación tiene su constitución política y su código civil propios, también lo es que, más allá de las diferencias, en los aspectos básicos (en los principios inspiradores), los ordenamientos de Estados de similar organización política suelen coincidir; como lo demuestra el creciente intercambio a nivel doctrinal.

Pues bien, no son excepción a esta regla los principios inspiradores del Derecho eclesiástico: los Estados democráticos de derecho suelen adoptar una actitud semejante ante las cuestiones religiosas, puede decirse que se inspiran en los mismos principios, sin por ello negar los matices diferenciales.

Y lo que es más importante: esto es así porque en el fondo las normas positivas, constitucionales o no, en lo que atañe a los derechos inherentes a la persona, tienen su fundamento en el derecho natural del que de alguna manera quieren ser expresión inmediata. A fin de cuentas, como todo el derecho, también el eclesiástico tiene como última fuente el ser mismo del hombre y de su socialidad, por lo tanto sus principios habrán de deducirse no solo de los datos del ordenamiento positivo, sino también de los de orden natural; como dice Hervada “es tarea fundamental del eclesiasticista descubrir las bases de Derecho natural del sector del ordenamiento jurídico que constituye su objeto de estudio”[9].

Con estas premisas me parece adecuado proponer con carácter general la reflexión sobre los principios de derecho eclesiástico hecha por Viladrich[10]; basta conocerla para comprender que tiene el valor de una teoría general, aparte el hecho que muchas de las referencias a las fuentes españolas encontrarían su correspondiente en el ordenamiento de otros países.

Además, esta elaboración ha tenido la eficacia de suscitar otras, hasta el punto que el tema de los principios es habitual en programas y manuales de Derecho eclesiástico español; algo que en cambio es más bien raro en Italia, donde el tema de los principios está menos desarrollado (al menos a nivel didáctico) y aparece más bien ligado al estudio de la jurisprudencia constitucional.

Viladrich entiende que el derecho eclesiástico español se incardina sobre cuatro principios: de libertad religiosa, de igualdad religiosa, de laicidad del Estado y de cooperación del Estado con las confesiones[11]. Aunque la cuestión es discutida, pienso que, de un modo u otro, sobre estos principios (o sobre sus contrarios) puede articularse el derecho eclesiástico de cualquier país, sin perjuicio, desde luego, de que se puedan detectar otros semejantes o equivalentes a estos[12].

3. La libertad religiosa como principio

El principio que suele considerarse el primero y fundamental es el de libertad religiosa, que deriva y trae su razón de ser del derecho de libertad religiosa[13], pero no se confunde con él[14]. Es un principio de Estado, que lo define precisamente como aquel Estado que reconoce que su rol respecto a la vida religiosa de los ciudadanos es el de respetar, garantizar y tutelar la libertad religiosa de todos ellos, de las confesiones en que se agrupan y de las manifestaciones a que da lugar su ejercicio, considerándose incompetente para imponer o prohibir, organizar, dirigir o impedir las opciones y actividades (personales o colectivas) en materia religiosa.

Inspirándose en la libertad religiosa, el Estado entiende que la religión como tal (las relaciones del hombre con Dios), es un campo en el que no está capacitado para interferir, no es asunto político. Y sí lo es en cambio la libertad de religión, que se debe garantizar en los términos más amplios posible dentro del orden público, entendido éste como garantía de los derechos de todos. Un Estado que reconoce en la práctica que la libertad religiosa no existe porque él la conceda, autorice o tolere, sino porque es un derecho inherente a la dignidad de la persona[15].

Todavía menos podría fundarse este principio en razones de ideología estatal tales como el agnosticismo, el indiferentismo o el sincretismo. Sólo el reconocimiento del valor de la persona, de su libertad y de su prioridad respecto al Estado puede constituir un justo fundamento del principio de libertad religiosa. Porque este no se basa en el hecho de que el Estado considere equivalentes todas las doctrinas religiosas, o que no existe una verdad religiosa o que en todo caso no sería cognoscible: no es cuestión de que la libertad religiosa encuentre espacio en el ámbito de la ideología estatal, sino que la exije el respeto a la dignidad humana.

Pero que el Estado se reconozca incompetente para intervenir en las opciones religiosas de los ciudadanos, no significa que la dimensión religiosa de la persona no tenga valor social, sino que precisamente por la trascendencia que tiene para la vida personal y colectiva, a los poderes públicos lo que les interesa es que cada uno pueda buscar la verdad y conformarse con ella según la dignidad que como persona tiene, esto es, en libertad y con responsabilidad según su conciencia, sin coacción exterior de ninguna clase, que por otra parte sería inútil dado que se trata de las convicciones y decisiones más íntimas y personales.

El Estado que entiende inspirarse en el principio de libertad religiosa, reconoce en este derecho un ámbito de libertad específico y distinto de otras libertades (como la libertad ideológica o de conciencia), con exigencias asimismo peculiares, como p.e. todas las que se refieren a la celebración de ritos y a los ministros de culto, a la observancia de preceptos religiosos, a la predicación o a la enseñanza religiosa. De manera particular interesan al derecho las manifestacions colectivas de la religión, en primer lugar las confesines religiosas.

4. La igualdad religiosa

El principio de igualdad religiosa exige, en primer lugar, que el Estado no discrimine a los individuos o grupos en razón de sus opciones de orden confesional, y esto en dos sentidos: en cuanto a la libertad religiosa, que no puede ser reconocida a unos y negada (o restringida) a otros, según la religión que profesen; y lo mismo en relación con los derechos en general (sociales, políticos, sindicales, etc.) cuyo reconocimiento y disfrute no puede ponerse en dependencia de la adscripción religiosa. El Estado debe tratar a todos bajo su igual condición de personas y ciudadanos, no por su condición de fieles o adeptos de tal o cual religión.

Para ser bien entendida, la igualdad, se debe tener en cuenta su función y finalidad. La igualdad no es un fin en sí misma o un derecho absoluto; aisladamente considerado es un valor o derecho “carente de autonomía propia en cuanto se da en relación con otros derechos a los que modula”[16], o sea, dice siempre relación a un derecho o situación concreta.

La igualdad jurídica no debe confundirse con el igualitarismo, trato uniforme, ciego para las diferencias, atento sólo a imponer mínimos comunes ignorando o cercenando toda diferencia específica. Si así fuera la igualdad se conviertiría en pretexto demagógico para reducir la libertad.

Esto implica situar la igualdad en su terreno propio, que es el del derecho, no el de los hechos. Lo que la igualdad exige es el reconocimiento del derecho de libertad religiosa con la misma amplitud para todos, sin privilegios. La igualdad en el disfrute de los derechos es garantía de variedad: permite a cada persona (y sobre todo a cada confesión) manifestarse, organizarse y actuar en el ámbito civil de acuerdo con sus propias características; no tener que comprar la propia libertad al precio de homologarse a un modelo general y uniforme definido a priori por la ley civil[17].

No se trata pues de una utópica y artificial igualdad de hecho, sino de igualdad en el derecho, paridad en las posibilidades, pero que tiene en cuenta las diferencias reales. No pretende cancelar las que son justificadas y razonables (como son las ligadas al arraigo de una religión en la historia, la tradición o cultura nacionales: una identidad a la que no hay por que renunciar[18]); mientras se propone positivamente evitar que se prolonguen las discriminaciones y remover los obstáculos que impidan el efectivo ejercicio de la libertad. Con imagen feliz, se ha repetido muchas veces que justicia no es dar a cada uno lo mismo sino a cada uno lo suyo, que exige tratar igual las situaciones iguales y desigual las situaciones desiguales[19].

Ciertamente la igualdad actúa también como justo límite de la libertad allí donde el reconocimiento de las características y exigencias peculiares de unos, amenace o comporte un límite a la libertad de los demás, es decir, signifique una discriminación. La justicia exige que se hagan compatibles, en la práctica, los derechos de todos. Pero más allá de esto no debe limitarse la libertad so pretexto de igualdad.

Resumiendo las relaciones entre libertad religiosa e igualdad, puede decirse que mientras se debe reconocer a todos la máxima libertad posible, se ha de imponer en cambio la mínima igualdad necesaria para garantizar a todos el disfrute de su libertad.

5. El principio de laicidad

Se entiende hoy este principio como aquel que define al Estado como neutral o no confesional en materia religiosa, o sea, como dice Viladrich[20], no concurrente con las opciones religiosas de los ciudadanos mediante una opción religiosa oficial. Este principio suele expresarse también como separación entre Estado y confesiones. A mi juicio existe una sustancial afinidad entre los conceptos de laicidad, neutralidad y separación, aunque cada uno pone el acento en manifestaciones diferentes de la misma realidad.

Que no exista una religión estatal significa más que nada dos cosas: ni el Estado se pondrá al servicio  de una concreta confesión religiosa haciendo suyos los dogmas y la doctrina que aquella predica, ni pretenderá que ninguna confesión se ponga a su servicio como instrumento de la política. No deberá asumir una actitud cesaropaista o regalista, ni tampoco someterse a una teocracia o hacer suyos los objetivos y actividades de una determinada confesión; debe tomar la religión como un hecho social relevante para el bienestar de los ciudadanos y por tanto para el bien común.

En el pasado sobre todo laicidad o neutralidad estatal significaron con frecuencia laicismo, actitud de indiferencia tal vez hostil hacia la religión o, más exactamente, hacia la presencia social de las confesiones, llegando el Estado a proponer sus propios dioses y religión (la Razón, el mismo Estado, el partido o la ideología dominante, etc.). En los Estados democráticos actuales esta actitud ha dado paso a una idea de laicidad entendida más bien como delimitación e independencia recíproca entre orden religioso y orden secular, entre las leyes y autoridades que gobiernan uno y otro orden[21]. Y esto, a ulterior garantía de la libertad de todos: si el Estado tuviera su propia religión, fácilmente podría acabar limitando la libertad religiosa de quienes no pertenezcan a la confesión oficial o discriminándolos (p. ej. en el acceso a ciertos cargos).

En el fondo de la idea de laicidad está el hecho de que, como estructura impersonal que es, el Estado no es sujeto de la fe ni de la religión, ni por lo tanto del derecho de libertad religiosa.

Pero que las leyes no se inspiren directamente en determinados criterios religiosos, y que los poderes públicos no actúen como agentes de una religión concreta, no significa caer en el mito de la neutralidad cultural, que no existe en la práctica. Detrás de todo orden jurídico hay una idea de hombre y de sociedad, de justicia, de bien y de mal, conectada más o menos inmediatamente con una religión: la vida no es neutra. Lo que sucede es que el Estado que se inspira en la laicidad debe recibir, recoger y actuar esas ideas según criterios seculares, no fideísticos, o sea: en tanto en cuanto esos conceptos, por razones de carácter histórico, cultural o sociológico son vivos y operativos en la vida social del país y pueden considerarse integrantes del bien común, importantes para la vida de misma sociedad; pero no pronunciándose sobre la intrínseca veracidad u origen trascendente de tales criterios.

6. La cooperación Estado-confesiones

O sea que la laicidad no quiere decir que el Estado haya de ignorar la importancia, personal y social, de la dimensión religiosa del hombre; por el contrario debe valorarla en cuanto factor que incide en la vida de la comunidad política de muy diversos modos (determinando mentalidades y conductas, sensibilidad y actitudes, individuales o de grupo, ante determinados temas). Por otra parte, el Estado, aun estimándolos positivamente, no puede satisfacer ni gestionar directamente los intereses religiosos de los ciudadanos[22], este papel corresponde (al menos en muchos casos) a las confesiones y grupos religiosos (culto, predicación, asistencia religiosa).

De aquí el principio de cooperación entre el Estado y las confesiones, que tiene como fundamento no la confusión de intereses, sino la común vocación de servicio a la persona cada uno en su ámbito, y la apreciación (por parte del Estado) de la religión como factor relevante de la vida social, así como de la función insustituible que cumplen las confesiones y las organizaciones confesionales, también cuando por motivos propios promueven iniciativas de orden asistencial, cultural, humanitario. En definitiva la cooperación responde al reconocimiento de la importancia que para el bien común tiene el factor religioso y las organizaciones que surgen como consecuencia.

La cooperación entre el Estado y las confesiones se plasma en primer lugar en el reconocimiento de las mismas, en su especificidad de sujetos colectivos de la religión y por ende de la libertad religiosa, permitiéndoles adoptar un estatuto jurídico civil adecuado a su organización interna; y también en mantener con ellas relaciones, en orden a facilitarles el cumplimiento de sus fines en cuanto contribuyen al bien de la comunidad.

Esta comunicación y diálogo entre el Estado y las confesiones puede revestir diversas formas, la más clásica y típica respecto a la Iglesia católica es el concordato o acuerdo de rango internacional entre la Santa Sede y un determinado Estado, como es el caso de tantos países europeos y americanos. Paralelamente a los concordatos se han estipulado también, en no pocos países como Alemania, Italia, Colombia y España, acuerdos con otras confesiones y comunidades religiosas. Todos estos pactos, aparte su naturaleza jurídica específica, responden a la idea de concertar con cada confesión aquel estatuto civil que, por responder a su realidad como organización confesional, respete su libertad religiosa.

7. Orden y relaciones entre los principios

De cuanto llevamos dicho se comprende que los principios de Derecho eclesiástico del Estado están conectados entre sí y ordenados según su importancia y objeto propios. A mi entender, como dije antes, el principio de libertad religiosa, por responder a la tutela del correspondiente derecho humano (fundado en la dignidad de la persona, no en la mera tolerancia estatal), debe considerarse el primero y más característico de los principios que definen la actitud ante la religión de un Estado democrático[23]. Los demás tienen sobre todo la función instrumental de asegurar que el Estado respetará y tutelará la libertad religiosa de todos en los más amplios términos posibles.

Al mismo tiempo debe existir un equilibrio entre los principios de modo que todos ellos contribuyan a configurar el sistema de Derecho eclesiástico. Ya hemos visto que la libertad de unos no puede extenderse hasta el punto lesionar la de los demás, y para eso está la igualdad. Esta, a su vez, no debe convertirse en un igualitarismo que limite sin justificación la libertad en aras de la uniformidad. La laicidad, no confesionalidad o neutralidad del Estado, tiene como razón de ser asegurar que los poderes y la administración públicos respetarán con imparcialidad las diversas opciones y confesiones religiosas que los ciudadanos decidan seguir, sin interferir ni hacer suya ninguna de ellas; tiene pues como razón de ser el garantizar el igual disfrute de la libertad religiosa por parte de todos[24]. La cooperación tiende a hacer efectivo, concreto y adecuado a cada caso el ejercicio de la libertad religiosa (sobre todo a nivel colectivo), pero dentro de los límites de la laicidad y de la igualdad.



* Publicado en la Revista de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso XXIV (2003) 333-344.

[1] Vid. P.A. d’Avack, Trattato di diritto ecclesiastico italiano, Parte generale, 2ª ed. Milano 1978, p. 11-20.

[2] Vid. E. Molano, Introducción al estudio del Derecho Canónico y del Derecho Eclesiástico del Estado, Barcelona 1984, p. 192‑216.

[3] J. Hervada, Bases críticas para la construcción de la ciencia del Derecho Eclesiástico, en «Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado», III (1987), p. 32. Cf. J.M. Vázquez García-Peñuela, El objeto del derecho eclesiástico y las confesiones religiosas, en «Ius Canonicum» (1994) p. 279-290.

[4] Ibid. Reglamentar esta proyección civil de lo religioso toca, hoy por hoy, principalmente al Estado; pero la tutela internacional de los derechos humanos (principal entre estos la libertad religiosa) a través de organismos supranacionales, permite estudiar también esa proyección en el derecho internacional.

[5] P.J. Viladrich, Los principios informadores del Derecho eclesiástico español, en AA.VV., «Derecho Eclesiástico del Estado Español», Pamplona 1980, p. 211-317. A esta primera edición del manual han sucedido otras en las que el capítulo de los principios ha sido sintetizado; la última: P.J. Viladrich-J. Ferrer Ortiz, Los principios informadores..., en AA.VV., «Derecho Eclesiástico del...», cit., 4ª ed. Pamplona 1996, p. 115-152.

[6] Cf. Z. Combalía, Principios informadores del Derecho eclesiástico español, en AA.VV. «Manual de Derecho Eclesiástico del Estado» (coord. D. García Hervás), Madrid 1997, p. 129.

[7] No se olvide que, por poner un ejemplo, en las llamadas democracias populares, tras las altisonantes proclamas costitucionales de consagración y tutela de las libertades, se escondían la persecución religiosa y el ateísmo de Estado. Lo mismo la Constitución mexicana de 1917 dice reconocer la libertad religiosa (art. 24), pero solamente tras la reforma de 1992 ha empezado verdaderamente a respetarse; cf. J.L. Soberanes, Surgimiento del Derecho eclesiástico mexicano, in ADEE (1992) p. 313-325.

[8] L. Guerzoni, Considerazioni critiche sul “principio supremo” di laicità dello Stato alla luce dell’esperienza giuridica contemporanea, en IDE (1992) p. 88.

[9] Bases críticas..., cit., p. 30.

[10] Los principios informadores…, cit.

[11] Ibid. Siguen la enumeración de Viladrich, J. Ferrer, Los principios informadores del Derecho eclesiástico del Estado, en AA.VV. «La libertad religiosa y de conciencia ante la justicia constitucional: actas del VIII Congreso Internacional de Derecho Eclesiástico del Estado, Granada, 13-16 de mayo de 1997», Granada 1998, p. 107‑124; Z. Combalía, Principios informadores..., cit., p. 130-131; J.A. Souto, Derecho Eclesiástico del Estado, 2ª ed., Madrid 1993, p. 69-83; M. Moreno Antón, Los principios informadores del Derecho Eclesiástico, en Isidoro Martín (coord.) «Curso de Derecho Eclesiástico del Estado», Valencia 1997, p. 63-84.

[12] Otra visión de los principios del derecho eclesiástico español puede encontrarse en J.M. González del Valle, Derecho eclesiástico español, 4ª ed., Oviedo 1977, p. 119-174.

[13] Vid. J. Mantecón, El derecho fundamental de libertad religiosa, Pamplona 1996.

[14] De todas formas, la manualística italiana tiende a tratarlos conjuntamente al estudiar la libertad religiosa en el orden consitucional. Vid. entre tantos A.C. Jemolo, Lezioni di diritto ecclesiastico, 5ª ed., Milano 1979; F. Finocchiaro, Diritto ecclesiastico, 6ª ed., Bologna 1997.

[15] Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 2.

[16] Tribunal Constitucional Español, Auto 862/1986, 29.X.1986, fundamento jurídico 3. Esta decisión califica la igualdad como “derecho fundamental per relationem”. Cf. A.C. Álvarez Cortina, El derecho eclesiástico en la jurisprudencia constitucional (1978-1990), Madrid 1991, p. 966; Z. Combalía, Principios informadores..., cit., p. 133.

[17] Aunque no podamos detenernos ahora en ello, conviene observar que el reconocimiento legal de las confesiones plantea también problemas peculiares en relación con la igualdad. Desde luego las exigencias de la igualdad, a nivel de principio, son las mismas sea a nivel individual que de grupo, pero la igualdad religiosa a nivel colectivo requiere soluciones técnicas más articuladas.

El individuo se presenta prima facie ante el ordenamiento civil como hombre y como tal ha de ser tratado en los derechos y deberes que tal condición implica, con abstracción de sus convicciones o credo religioso.

Las confesiones religiosas, en cambio, se presentan precisamente en su condición de tales, es decir de grupos más o menos organizados de personas que comparten una determinada religión, cuya dimensión social o institucional manifiestan y representan (normalmente a través del culto y la observancia, la formación, la propaganda y la asistencia religiosas). Por tanto el reconocimiento y estatuto civil de las confesiones no puede sino partir de la consideración de su específica naturaleza de entidades religiosas.

[18] Const. peruana, art. 50 § 1.

[19] Cf. F. Ruffini, La libertà religiosa come diritto pubblico subiettivo, Bologna 1992, p. 502; J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, Madrid 1977 - Medellín 1978, n. 173 § 2.

[20] P.J. Viladrich-J. Ferrer Ortiz, Los principios informadores..., en AA.VV., «Derecho Eclesiástico del...», cit., 4ª ed. Pamplona 1996, p. 133.

[21] En esta línea, como dejamos dicho, laicidad puede significar también separación Estado‑confesiones; cf. p. ej. C. Garcimartín, La laicidad en las Cortes Constituyentes de 1978, en «Ius Canonicum» (1996) p. 539-594. Vid. P. Cavana, Interpretazioni della laicità, Roma 1998.

[22] Son muchos los aspectos vitales del hombre que originan valores e intereses dignos de promoción, pero que el Estado es incapaz de satisfacer o gestionar directamente (sin lesionar la libertad), especialmente todos aquellos relacionados con la vida espiritual: la religión, el arte y la cultura, la amistad, la socialidad y los afectos, el ocio, etc.

[23] Me he ocupado de este problema en J.T. Martín de Agar, Libertà religiosa, uguaglianza e laicità, en «Ius Ecclesiae» VII (1995) p. 199-215. Cf. J. Ferrer ortiz, Los principios constitucionales de Derecho eclesiástico como sistema, en AA.VV. «Las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del Profesor Pedro Lombardía», Madrid 1989, p. 309-322.

[24] “El principio de laicidad deriva su sentido final del de libertad religiosa” (P.J. Viladrich-J. Ferrer Ortiz, Los principios informadores..., cit., p. 132).